Nada dura para siempre, y es frecuente que lo que un día fue extraordinario se convierta en lo normal. Hubo quienes en esta España —que un día sumida por el zarpazo de la miseria tenía en la mesa la imagen cotidiana de la escasez—-, acogían con alborozo, cuando el país iba saliendo del pozo, la apetitosa ave que se convirtió en la estrella de la celebración dominical: el pollo. Sí, tal cual. Lo que hace décadas era lo excepcional (cuando un concepto equivocado de ecología aún no había hecho acto de presencia y a nadie se le ocurría darle un estatus cuasi humano a un animalito, aparte de que la gran mayoría tuvo a la mano otras posibilidades), esa especie de corral que alegraba el fin de semana venía siendo, o ha sido hasta hace poco, un bocado sin importancia. Nada que ver con lo atípico, eso que pocas veces sucede, con lo que ello conlleva de gratitud y gozo, como sucedía antaño. Ahora, por desgracia, en esta época de pandemia, muchas personas que apenas tienen algo que llevarse a la boca agradecerían esta vianda tan versátil como suculenta.
Cuando hace unos meses veíamos imágenes de un lejano país cuya población amanecía envuelta entre mascarillas no podíamos imaginar que ese «velo» que cubría el rostro de otros congéneres se convertiría también para nosotros en un imprescindible atuendo. Ya es ordinaria la escena que se multiplica en todos los espacios, con pocas y notorias excepciones: calles, establecimientos, lugares de culto y esparcimiento… Ahora sorprende que alguien vaya a descubierto, y es inevitable que aparezca el alguacil que muchos llevan dentro poniendo bajo sospecha a quien incumple la norma. Hay que hacer un esfuerzo para pensar que a lo mejor tiene razones justificadas para ello…
Son ejemplos que encierran carencias, están unidos a penalidades… Pero, a veces, que lo extraordinario se convierta en ordinario es maravilloso. Sucede cuando se rompe lo escrito por la ley porque otra superior lo indica. En el plano espiritual, que es al que voy a referirme porque tiene esa supremacía, está muy claro. Recordemos el pasaje evangélico (Mateo 15: 1-9). Lo habitual era que los judíos se lavasen las manos antes de comer, pero los discípulos no lo hicieron. A ciertos escribas y fariseos, que tenían su propia vara de medir y esperaban sorprender en los demás aunque fuera una brizna teñida de equívoco, de tropiezo, por más que no viesen la tremenda viga que soportaban, les faltó tiempo para mostrar su juicio reprobatorio. Aunque Jesús les respondió denunciando su censurable comportamiento, estando lejos de admitirlo, la realidad es que no entendieron que los discípulos habían dejado atrás lo ordinario (la ley) y vivían sumidos en lo extraordinario (el amor).
Al final cada uno de nosotros tenemos la potestad de elegir como camino lo más sublime, esa gracia que nos sale al encuentro superando con creces lo que hemos conocido y hacer que lo excepcional sea la permanente carta de naturaleza de nuestra vida. Quedémonos con este proverbio de Fernando Rielo: «No te acerques al prójimo/ con la rutina de siempre. / Sorpréndelo. /Verás cómo entrega ojos dichosos / y, luego, lejos de ti…/ recitará tu nombre».
Isabel Orellana Vilches