La COVID-19, que viene sacudiendo a este infausto 2020, ha horadado la sociedad abriendo en ella una sima terrible en la vida de muchos ciudadanos que hace unos meses no habrían imaginado siquiera que iban a ser despojados de sus elementales necesidades, incluido el techo. La polaridad entre ricos y pobres, que siempre ha existido, tiene ahora nuevos rostros: muchos de los que pertenecían a una clase media llevando una vida digna y holgada en cierto sentido, ahora engrosan las denominadas «filas del hambre». Mientras unos viven con la angustia del día a día, que se antoja infinito por tantas y tan graves carencias, otros, como ha dicho el papa Francisco en la Fratelli tutti, pasan de puntillas por su lado.
Algunos gastan su tiempo y dinero en devaneos. Se deslizan por los resbaladizos tejados del morbo, alimentando la curiosidad ajena que parece insaciable ya que no se harta de los desnudos vaivenes de existencias expuestas a la intemperie. Los aplausos con los que se jalean deslices de otros, ponen al descubierto una fragilidad moral. Y, por desgracia, las vidas de los protagonistas del papel cuché y medios diversos que en ellos exhiben sin pudor sus andanzas, van debilitándose lentamente por la búsqueda de la fama y un éxito que se les va de las manos, todo a costa de un buen fajo de billetes. Cobrar por airear personales heridas, reales o supuestas, no es ético. Tampoco lo es permitir que malvivan tantos desdichados, como se viene haciendo, sin un bocado caliente, cama y techo, que es lo elemental y lo que reclama la dignidad de cada ser humano.
¿Cómo puede importar a quienes sostienen estos escenarios sin rubor, y a los que viéndolos los alimentan, lo que ocurre en la calle, en el piso de al lado, o en la esquina de cualquier lugar en el que impera la pobreza? El papa Francisco en su última encíclica explica la frialdad de estos tiempos: «en la sociedad globalizada, existe un estilo elegante de mirar para otro lado que se practica recurrentemente: bajo el ropaje de lo políticamente correcto o las modas ideológicas, se mira al que sufre sin tocarlo, se lo televisa en directo, incluso se adopta un discurso en apariencia tolerante y repleto de eufemismos».
¿Por qué molesta tanto el dolor? ¿Por qué se le esquina y se le rehúye siendo que es el eje vertebral de la vida ya que todos, tarde o temprano, se encontrarán frente a él? En la Fratelli tutti el Papa da una respuesta y añade el diagnóstico: «Como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor». Ciertamente.
Se ha tendido a mantener lejos de los núcleos importantes de población a los indigentes. Pero la pandemia ha obligado a quien no quisiera verlo a contemplar la miseria al lado de su hogar, aunque sea el centro de una gran capital. Muchos se han cruzado con vecinos que hasta hace poco tenían trabajo y que lo han perdido todo. ¿Cómo puede uno echarse a descansar sin que se le parta el alma, como suele decirse, sabiendo que hay hermanos que se hallan a la intemperie? Son personas que sufren las inclemencias meteorológicas, que sus posesiones son un simple chamizo construido con palos, un plástico, y alguna manta, que su lecho es un cartón, y que han de pasar el día sentados en el suelo, o en el mejor de los casos, en el duro banco instalado en el asfalto. Algunos ni siquiera tienen esa opción. ¿No es suficiente para sacudir las conciencias? Ellos dibujan un horizonte descarnado, que al menos debería servir para una autoreflexión en la que gratitud y generosidad se opongan a la tentación del poseer, a huir de la queja.
Tener un techo en el que cobijarse es un halito de vida. Y la verdad es que hiere profundamente y llena de impotencia ver al que sufre y no poder paliar aquello que lo causa. Es urgente que quienes sí pueden dar esta respuesta no se demoren. Hablamos de personas; no son juguetes de cartón. El Papa ha lanzado esta advertencia: «Cuando un sector de la sociedad pretende disfrutar de todo lo que ofrece el mundo, como si los pobres no existieran, eso en algún momento tiene sus consecuencias». Palabras que habrá que tener muy en cuenta.
Por lo demás, solo quien mira desde los ojos de Dios es incapaz de contemplar el dolor y cruzarse de manos. Y aquí se inscribe la acción solidaria de la Iglesia: un inmenso corazón trenzado por los brazos de innumerables personas que todos los días dan cobijo a esas personas que encarnan con sus dolientes vidas al que tiene hambre y sed, está desnudo, es peregrino, enfermo…, en suma, habita en los escenarios donde mora la soledad y el miedo. Amando a su prójimo con actos concretos estos caritativos samaritanos dan razones de la fe y de la esperanza. Benditos sean.
Isabel Orellana Vilches