Pocas personas pasan por este mundo desconociendo lo que es el desánimo. Destructivo y engañoso suscita la idea de incapacidad para superar toda circunstancia adversa que se presente. Sin embargo, el ser humano tiene unos resortes de tal naturaleza que cuando se le pone a prueba en situaciones extremas responde de una forma que parece sobrehumana, como sucede, por ejemplo, ante las catástrofes naturales.
Cualquiera de los sinónimos del desánimo: la tristeza, la desilusión, el desaliento… se conjuran para tratar de derribar a un espíritu débil. El problema es que cuando se sucumbe a estas emociones se abre la puerta a una esclavitud autoimpuesta que deviene en ceguera. “Quien llora por sí no llora por nadie”, afirma en uno de sus proverbios Fernando Rielo. La compasión hacia uno mismo revela grandes dosis de egoísmo al convertir parcelas de la vida en el núcleo fundamental del pensamiento. De este modo se aprisiona toda consideración circunscribiéndola al suceso que desestabiliza el día a día. Ya no se repara en las necesidades de los demás porque no interesan. El objetivo en muchos casos es convertirse en el centro de atención al punto de requerir de otros una constante e indeclinable ofrenda.
Nada peor que tener lástima de uno mismo cuando llega la enfermedad. Es verdad que el temor, la incertidumbre ante un funesto diagnóstico hace acto de presencia. Que son muchas las emociones que se desatan poniendo de manifiesto la gran fragilidad del ser humano. Pero no conviene olvidar que a fuerza de encerrarse en el interior rumiando la pena, aún cuando no se haya confirmado la gravedad de una lesión, puede descartarse el necesario acompañamiento y consuelo que no debería ser minusvalorado. Harto inconveniente para la recuperación es dejarse llevar por el pesimismo, tendencia que puede experimentarse ante un fracaso en las relaciones personales, laborales o similares.
Una cosa es la aflicción y otra la autocompasión. La primera es un activo que mueve a actuar. La segunda es paralizante. Es bien conocido el refrán “querer es poder”. Hoy día se habla mucho de resiliencia. Básicamente, y para lo que aquí interesa, sostiene acertadamente que quien se lo propone puede afrontar las contingencias desfavorables con un talante positivo y esperanzador, y las supera. De acuerdo con las tesis de la psicología al respecto. Pero creo que conviene ir más allá explicando de dónde se extrae esa fuerza porque ninguno de nosotros por sí mismo es capaz de dársela, de procurarse una reserva que le permita hacer uso de ella en cada situación. Tiene que provenir de otro estadio superior al ser humano. Algo mucho más fuerte que la educación, el talante o el entorno. Más potente que la psicología, aunque también está vinculada a la determinación. Ha de estar anclada en el propio ser. De hecho, cada persona la posee porque es constitutiva. Le ha sido concedida por Dios en el momento de su concepción, y solamente decae cuando se deposita la expectativa en uno mismo (o no se desea luchar por las razones que sean) y no se acude a Él confiadamente. Naturalmente la explicación no es tan simple; hay otros muchos matices en la actitud del que se queda en su propio mundo que permitirían conducir esta reflexión por nuevos e interesantes derroteros pero que no pueden tratarse en tan breve espacio.
Lo importante es subrayar que esta realidad del ser humano anteriormente expuesta es patrimonial con independencia de que se tenga fe o uno se declare increyente. La capacidad ontológica que recibe (y que supera con creces la explicación proporcionada por la psicología para comprender los resortes que instan a luchar) es extrapolable a cualquier esfera de la vida en su ámbito humano y espiritual; pone de manifiesto el poder de la mente y de la voluntad cuando se orientan convenientemente creyendo en ella. A fin de cuentas, Dios actúa en el hombre, con el hombre, y no sin el hombre; es la “mística teandría” así definida por el pensador religioso Fernando Rielo.