En la vida lo más fácil, lo que menos cuesta es lo que no tiene valor y a veces encierra peligros, aunque quienes no tienen aspiraciones se alimenten del conformismo y aplaudan a los que negándoles la exigencia están dispuestos a regalarles todo. Aprendimos que la casa se construye con los cimientos y que no se edifica por el tejado por simple observación, aunque alguien nos lo haya recordado en algún momento de nuestra vida para que nos educásemos a la hora de organizar nuestra tarea y no perder el tiempo, o para disuadirnos de perseguir quimeras sin habernos puesto a trabajar para lograr un objetivo. Así no nos sucederá como a la protagonista del cuento de la lechera que dio rienda suelta a la imaginación encadenando sueños que la llevarían a enriquecerse, pero que lejos de materializarse se terminaron abruptamente al romperse la vasija donde llevaba la leche, elemento que había dado pie a sus fantasías. ¡Qué gran fábula la que nos legó Samaniego!
En estos días asistimos a un nuevo y deleznable parto: se da a luz una ley de educación en nuestro país que canoniza la vagancia, amén de vulnerar otros derechos. Con sus luces y sombras antaño distintos planes ponían al alcance de los alumnos un amplio abanico de materias que aprovechaban los estudiosos, como siempre, para formarse convenientemente. En toda época se ha dado la presencia en las aulas de aspirantes a pasar de curso con el mínimo esfuerzo. Ya se ha ido viendo como han ido fracasando los mecanismos propuestos para que aquellos estudiantes con menor capacidad no se quedaran atrás. Algunos, al menos, simplemente con que alguien les hubiera hecho creer que eran capaces, los hubieran ilusionado y acompañado también desde sus propios hogares en este cometido del estudio, que tan difícil resulta especialmente a ciertas edades, seguro que habrían cosechado otras calificaciones. Hemos visto, por el contrario, progenitores que han exigido al profesorado aprobados sin fundamento para sus hijos para lo cual no han dudado en incurrir en graves desatinos. Estarán contentos de esta nueva ley que les colocará en una sociedad exigente cuando llegue la hora de buscar trabajo, sin ir más lejos, viendo como se les cierran las puertas dentro y fuera de este país. Las ideas peregrinas de esos padres que manifiestan su conformidad por un simple aprobado ya que podrían crear un trauma a sus vástagos si les piden notas altas ni siquiera merece un comentario, aunque me permitiría recordarles que su obligación, y es una pena decirlo en estos términos, es elevar el listón que ya en no pocas ocasiones los hijos se encargan de bajarlo. Que no sean sus cómplices. Que agradezcan al profesorado su entrega.
Crecí escuchando que «el saber no ocupa lugar» y que la mayor herencia que humanamente se puede legar a los hijos es una buena educación, algo válido para todos, hayan nacido o no con posibles. Permitir a una mascota encaramarse en un tejado constituye un gran peligro. Sirva como metáfora para esta reflexión dedicada al ámbito educativo. La actitud pasiva de alguien que eludiendo su responsabilidad en la educación no la cuida, no demanda el esfuerzo debido, pone de relieve que el futuro de los educandos no le importa nada. No sirven los comodines mentales, ni hay justificación que valga cuando en lugar de ponerse cotas altas en la vida impera el afán por la dejadez y así se transmite. La despreocupación, la falta de interés que la nueva ley canoniza no puede, no debe subsistir. Si el hábitat de una mascota no es el tejado ya que se expone a la muerte, el de un estudiante nunca será quedarse huérfano de una cultura cuyo rigor se le niega, asestándole un golpe mortal a su desarrollo personal. Defender esta ley que ya planea sobre nuestras cabezas sería un despropósito. «La educación no es la preparación para la vida. La educación es la vida en sí misma» (Dewey).
Isabel Orellana Vilches