La experiencia enseña que las huellas de lo bueno y de lo malo que hubo en la vida quedan trazadas en lo más íntimo de nuestro ser. Sabemos que el daño que pudimos infligir queda tatuado en el corazón y hay que realizar un esfuerzo para sacudirnos esos penosos recuerdos de la mente que necesitan ser purificados para elevar el vuelo. El evangelio nos enseñó que no tiene sentido, y hasta es dañino, volver la vista atrás. Nunca debemos traer a colación aquello que nos afectó y menos aún delante de quien lo provocó. Hay que abrir senderos al perdón escapando del resentimiento. Las acusaciones hunden. La justificación amorosa restituye la confianza, causa asombro, lleva a creer que es posible modificar la conducta. Y al dar nueva oportunidad se infunde seguridad, ánimo, apetencia por el cambio en una decisión que espolea la voluntad de la que tanto depende, junto a la gracia divina, elegir y realizar el bien en cada instante.
Por fortuna el Dios en el que creemos tiene su propia «profesión de fe» en el género humano. Cree en nosotros siempre, en todo instante y con carácter absoluto con independencia de que nuestro comportamiento sea en verdad calamitoso. Muy bellamente señalaba los varios «defectos» de Dios el cardenal Francois-Xavier Nguyen van Thuan el año 2000 en los ejercicios de la Cuaresma que le encomendó predicar san Juan Pablo II. Uno de ellos, decía, es «que no tiene buena memoria». Y efectivamente, esa amnesia de las faltas que cometemos además de hacernos sentir la inmensa fragilidad de nuestra condición, nos llena de gratitud porque Él no nos condena. No nos ha creado para sufrir, aunque esta experiencia sea inevitable en esta vida. Nos ha creado por amor para que seamos felices, y en ese amor nos quiere educar y reeducar una y otra vez, sin recurrencia a ningún pasado, o a cualquiera de esos hechos que de algún modo nos hicieron tirar nuestra vida por la borda al darle la espalda, repercutiendo nuestras malas acciones en nosotros mismos y no solo en aquellos contra los que procedimos equívocamente.
La única memoria de Dios es aquella que se deleita en la débil criatura que somos, a la que se acerca con manos enguantadas porque sabe que ni siquiera podemos gustar esa inmensidad de un amor que nos sueña poniendo a nuestro alcance las más altas cotas de la verdad, la unidad, la bondad y la belleza, que son imagen de la suya, y que darán el sentido genuino a nuestra existencia. Y acaso, como le sucede a los santos, teniendo experiencia de una pequeña porción del mismo es de tal calibre que a la mayoría les ha fallado mecánicamente el corazón. El amor del Padre hacia cada uno de sus hijos es inimaginable, no es mensurable, no puede tasarse en manera alguna. Simplemente es. Y lo es cada fracción de segundo y aún más. Parábolas del evangelio ponen de relieve esa supremacía de una caridad divina en grado superlativo que no sería si hubiese llevado alguna cuenta del mal por ínfima que fuera. Así se comprende la oración de Fernando Rielo cuando dice:
Me alegro, Señor, de que sea yo
el necio y no Tú.
Me alegro, Señor, de que seas Tú
quien viva y no yo.
Me alegro, Señor, de que sea yo
quien peque y no Tú.
Me alegro, Señor, de que seas Tú
el Dios que eres y no yo.
Es ese amor divino la garantía de la autenticidad, de la realidad de un Dios que perdona, que redime, que nos salva… Este amor restaurador es el aval de nuestra vida aquí, ahora, y de la eternidad que nos aguarda.
Isabel Orellana Vilches