Este adjetivo que encabeza la presente reflexión aplicado a la moral parece que es una acuñación novedosa. Sin embargo, desde hace unos cuántos años en mi entorno doméstico, una hermana religiosa de mi comunidad idente ya venía tildando de este modo la actitud displicente respecto a la moral que caracteriza a muchas personas.
Y es que la moral, por más que vaya y venga socialmente a impulsos de las modas o culturas del momento, para ser creíble, para convertirse en pilar de una vida no puede quedar a merced de las opiniones personales o colectivas, esa especie de dictadura del pensamiento único que hoy día se nos quiere imponer. No es así desde luego para esa moral a la que quiero aludir aquí concretamente que tiene los rasgos de una espiritualidad que sitúa por encima de todo a la persona tratada en su dignidad.
Ejemplos concretos de esta moral “distraída” serían la de aquellos que defienden simplemente alguna de estas tesis: la eutanasia, el aborto, la promiscuidad en las relaciones sexuales, los cambios de pareja, la infidelidad, la mentira, la falta de respeto, la defensa de los animales excluyendo taxativamente el debido a las personas etc., amén de justificar otras acciones que igual consideran de orden menor como ir esquilmando los bienes ajenos en ese ámbito de lo corrupto que es tan conocido. Así se produce una perversión de costumbres que terminan formando parte del ideario colectivo, asumidas como lo más natural.
Vemos contradicciones a diario en quienes valoran y opinan sobre ciertas cuestiones que incumben a la sociedad y que podríamos suscribir porque son de sentido común (esto se aprecia muy bien en quienes tienen una relevancia social y lo que dicen y hacen es de dominio público), pero al mismo tiempo se permiten ciertas licencias que brotan de una moral sin sólidos fundamentos justificando conductas propias o ajenas que la moral basada en principios éticos universales jamás haría porque socavan el crecimiento personal.
La moral “distraída” revela una gran pobreza espiritual. Llevada al extremo, cuando la conciencia lo admite todo y nada reprocha, puede conducir a la depravación. Aunque no se vaya tan lejos, late en ella una única verdad: la de cada uno. La defensa de la propia libertad, falsa en su origen simplemente desde el punto de vista conceptual, es su alimento. Y el hedonismo y el relativismo su plasmación.
En general, quien disienta de esas posiciones cómodas, impregnadas de ambigüedad, que terminan confundiendo respeto, tolerancia y comprensión hacia determinadas acciones, será considerado políticamente incorrecto, criticado, silenciado y a lo sumo hasta perseguido. Si penoso es que esta moral “distraída” se haya asentado en la conciencia de los alejados de la fe, resulta grave cuando se da en esos creyentes que dicen vivir el evangelio, reciben los sacramentos y hasta mantienen un cierto compromiso con la Iglesia. En estos casos, como su conducta es contraria el magisterio eclesial se pone de manifiesto que esa fe no es auténtica ya que conlleva una serie de renuncias y exigencias que no asumen.
El ser humano es moral siempre; es un sujeto capaz de obrar el bien y el mal. Los valores y disvalores que forman parte de la vida se interrelacionan y cuando los primeros quedan sometidos a los últimos el daño de tipo espiritual que se dirige a uno mismo y a los demás se pone en marcha. A nadie se nos ha concedido la licencia de ser “salvadores” de los demás, pero sí tenemos la potencialidad constitutiva para saber discernir lo mejor, para negarnos a admitir imposiciones morales que denigran nuestra condición y escoger por ende lo que nos hace mejores personas. En el evangelio están particularizados los pasos que hemos de dar para no incurrir en aquellas cegueras, para no fenecer de hastío ni quemarse en un vacío que nadie ni nada de este mundo puede llenar.