Es imposible acostumbrarse al sufrimiento, pasar por su lado de puntillas u olvidarse de las secuelas que deja. Los que padecen, los que se han ido de este mundo son rostros concretos, con una biografía detrás. Su ausencia derriba muros que la convivencia pudo erigir y ensalza perfiles que engrandecen existencias irremisiblemente quebradas por la pandemia, que en ciertos casos salen a la luz para iluminar este valle de lágrimas que recorremos.
Nunca los hospitales, incluidos los improvisados, fueron tan notarios del dolor como lo son ahora, excepto en tiempos de guerra. Y junto con los sanitarios, los sacerdotes y religiosas, o las fuerzas del orden, santos de la puerta de al lado, como los ha denominado el papa Francisco, hemos visto de qué modo incontables personas de toda clase, edad y condición, muchas de ellas anónimas, han emprendido una carrera para derribar los obstáculos de la pobreza, que en no pocos casos son miseria, asistir a los desvalidos, consolar a los enfermos, poner a merced de ellos las nuevas tecnologías a través de las cuales se trata de paliar esa distancia impuesta con sus familiares, alentar a los que viven en soledad…, y hacer de la creatividad arte y poesía. Un número importante de estos ejemplares ciudadanos se ha dejado en este empeño la vida.
En estos días de la Semana Santa volvemos a recordar que así como Cristo tuvo su cirineo, también ha querido que en esta castigada sociedad cada uno tenga el suyo, alguien que le ayude a llevar su cruz. A que padezca con él; que eso es compadecerse.
¿Dónde está Dios en medio de esta tragedia, por qué la permite?, se preguntan algunos. Ese Dios al que se le interroga en nada se parece al dios con minúscula que antes se barajaba entre ídolos varios: éxito, fama, felicidad a toda costa, un enfermizo y preocupante individualismo que ignoraba los anhelos y necesidades de los más cercanos. El rostro que ahora contemplamos de estos nuevos cirineos es la cara amable de quien ha sido creado para amar, para sacrificarse por el otro, para ejercitar su solidaridad, ser abnegado, capaz de luchar y de contribuir al progreso personal y social… y también para ser feliz aunque no a costa de todo, como venía sucediendo. Y justamente ahí, en la materialización de tanta bondad, aflorada en medio de dolor, está Dios. Se encuentra en el miedo, en la incertidumbre, en el temblor… Es un Dios de vivos.
Por Él tenemos esperanza, seguimos creyendo que todos juntos vamos a poder combatir la pandemia. Para Él todo es posible; es quien dilata nuestras pobres fuerzas, el que nos proporciona consuelo. Sin Él no podríamos ser testigos del bien. Cuando finalice la Pasión volveremos a celebrar la Resurrección. Sirve como símil para este tiempo de dolor que todos vivimos.
Isabel Orellana Vilches