Cuando la fe es el bastión de la vida no se duda de que el llamamiento de Cristo en cualquier estado en el que cada cual se encuentre responde a un destino para el que fuimos creados y soñados por Dios Padre desde toda la eternidad. Es una gracia que inicialmente suscita enormes expectativas e ilusiones, que se acoge con el anhelo de que ese compromiso sea para siempre, pero que en no pocos casos acaba frustrada por distintos motivos entre los que cabe destacar la oscuridad y la duda que acompañan a la falta de oración.
Sobre ello se han escrito multitud de obras y reflexiones. Pero algo que me llama la atención es la cierta orfandad que he apreciado a lo largo de los años en algunos de aquellos que un día engrosaron las filas de una determinada realidad eclesial y que parecen haberse quedado en el limbo de los recuerdos, sin haber gustado de otras bendiciones que fueron recayendo en el lugar que un día les acogió. Muchas veces los sentimientos que pudieron haber inducido a abandonar un itinerario espiritual concreto no han muerto del todo, y desde luego no se oculta el deseo de saber acerca del discurrir de quienes le acompañaron y conocieron en su camino. Al cabo del tiempo ciertas preguntas aparecen teñidas de nostalgia, envueltas en un cierto halo de tristeza. Naturalmente también hay quienes al dar un portazo a su vocación abrieron la espita del resentimiento. Puede que esté equivocada pero en numerosas ocasiones he tenido la impresión de que el Padre con su misericordia ha extendido una especie de velo en la memoria de esos débiles hijos que con su libertad eligieron otros destinos y que aún sin apartarle de sus vidas se avinieron a descender peldaños respecto a esa escala espiritual que apuntaba a lo máximo y que durante un tiempo fue el horizonte singular de su existencia. Es por ello que seguramente nunca se darán cuenta de lo que dejaron atrás.
Escollos en la vida espiritual hay muchos y se manifiestan no solo en los consagrados, sino en cualquier estado. Civilmente hay obligaciones que no se pueden eludir. Están en los trabajos, sin ir más lejos, y en los diversos ámbitos en los que nos movemos los seres humanos. Cualquier empresa requiere esfuerzo, dedicación, renuncias… Pero ciertamente, el defecto dominante, un concepto de libertad que alguien puede entender como contrapuesto a la obediencia, una tendencia al individualismo que excluye lo colegial y ahoga la servicialidad, la murmuración de cuyos peligros tanto habla el papa Francisco, entre otras flaquezas, en la vida religiosa conducen a la rutina que inexorablemente culmina con el abandono de la vocación.
Cuando se examina la vida de los santos se aprecia de qué modo se abrazaron a la cruz, cómo afrontaron lo que no comprendían, con qué generosidad, paciencia y caridad acogieron las críticas, los malos entendidos, las constantes dificultades que les salieron al paso, hasta el abandono de los suyos, y respondieron con elegancia a las grandes humillaciones a las que fueron sometidos, sin olvidar la multitud de mártires que derramaron su sangre por amor a Cristo, sin hacer daño a nadie sino un inconmensurable bien. La Eucaristía, la oración, la lectura de la Palabra alimentaron su fe y aún en medio de las oscuridades confiaron en esa gracia que a cada uno nos basta para afrontar lo que nos trae el afán de cada día.
La vocación religiosa siempre está en juego. El maligno anda como león rugiente buscando a quien devorar, advierte el evangelio, seduciendo con sutileza para que se produzca una deserción. No hay que dejarle espacio, no hay que dialogar con él. Simplemente, y como recuerda el P. Jesús Fernández, presidente de los misioneros identes, en todos los Motus Christi online que durante estos años de pandemia viene dirigiendo, comenzar realizando cada día un minuto de silencio para escuchar la voz de Dios. Ese minuto es un prodigio para la vida de cada persona, sea o no consagrada, que se irá multiplicando y mostrando cuánto nos ama nuestro Padre celestial, que se halla como «mendigo» en nuestra puerta, esperando que la abramos, según sus propias palabras.
La perseverancia es un don que hay que ganarse cada fracción de segundo. Y no hay más camino que la oración. «Todos los santos comenzaron su conversión por la oración y por ella perseveraron; y todos los condenados se perdieron por su negligencia en la oración. Digo, pues, que la oración nos es absolutamente necesaria para perseverar», hizo notar el Cura de Ars.
Isabel Orellana Vilches