Este verano que pronto claudica he recibido un precioso obsequio: la última obra de mi entrañable amigo, el P. Juan Antonio Paredes Muñoz, Al servicio de Dios y del hombre: Antonio Dorado Soto (PPC, 2019). Él ha trazado magistralmente las líneas que han marcado el quehacer apostólico de una persona queridísima por mí: el ya desaparecido obispo emérito de Málaga, don Antonio Dorado. Un hombre de Dios que pasó por este mundo haciendo el bien. Así quería que se le recordase; era este anhelo, entre otros, el que vertió en las palabras que pronunció cuando me despedí de él a finales de diciembre de 2014. En enero llegaba a Sevilla trayendo conmigo su promesa de venir a visitarme. Apenas dos meses más tarde Dios Padre se lo llevaba junto a Él casi de improviso.
Se habla quizá en exceso de las personas tóxicas, y muchas veces apenas se deja espacio para recordar cuántas hay que dejan huella. Don Antonio fue una de ellas. Paredes, uno de sus estimados colaboradores, el que estuvo siempre junto a él, con un verbo ágil, sin dar alas a esa clase de admiración que idealiza los hechos y que podría haber dejado su relato desprovisto de rigor, traza las líneas esenciales de una acción pastoral fecunda, no siempre fácil como toda alta misión que se asume en la Iglesia, que hizo de este obispo entrañable, generoso, alegre, servicial, sencillo y cercano, con un gran sentido del humor, una de esas personas que jamás se olvidan.
Siempre que Dios está por medio la bondad en los gestos se da por supuesto. Y ello se aprecia en las páginas de este libro. Algunos pasajes, los más personales, esos para los que Juan Antonio ha recurrido a las fuentes primordiales de la familia Dorado, me han recordado la entrañabilidad que destilan las cartas que san Juan XXIII remitía a los suyos. De ahí también se puede rescatar cómo se configura una personalidad tan atractiva como la de don Antonio por su inocencia, la frescura de una vocación que se mantuvo indemne hasta el final, el respeto y ternura hacia su familia, el cariño filial que mostraba, su profundo amor a María, las entrañas de un hombre religioso que se postraba de hinojos ante el Santísimo extrayendo la fortaleza y lucidez que requería para alimentar en la fe a quienes tenía bajo su responsabilidad en las diócesis por las que pasó, y su energía cuando debía actuar con la autoridad conveniente en cuestiones diversas, no solo eclesiales sino todas aquellas relacionadas con su misión pastoral. Juan Antonio sitúa en su justa medida gran carácter y voluntad, recordando cómo templaba aquél, cuando era el caso, reconociendo el error. Ahí está su gloria: humildad y mansedumbre, una docilidad evangélica que enamora.
Lo demás —tan crucial en su trayectoria episcopal, apostólica, centrada especialmente en Cádiz-Ceuta y en Málaga, aunque también fue obispo de Guádix, y de la que da buena cuenta Paredes en este trabajo, mostrando pormenorizadamente cuántas vías dejó abiertas y cómo hubo de vivir esa soledad que acompaña al gobierno junto con las críticas e incomprensiones— estaba asentado en la fe y en la confianza en la divina Providencia que nunca le abandonó.
Es de agradecer que Juan Antonio, además de mostrarnos interesantes retazos de una historia eclesial reciente, la que abarca la vida de don Antonio, haya traído a la memoria de todos (quienes le conocimos y tratamos, así como los que aún lo desconocen), lo que ha supuesto este prelado en su vida porque al abrirnos las ventanas de su corazón —muchos sabíamos cuánto le amaba— nos ha dado la oportunidad de acercarnos con nuevos matices a la vida y al quehacer pastoral y apostólico de don Antonio. Una de esas personas que aunque no se lo propusiera ha dejado una gran huella; de ahí que haya sido tan querida.