Un refrán castellano viene a decir que donde hay confianza la convivencia se convierte en un erial. No es cierto. Habría que hablar de familiaje, dicho con matiz despectivo; no de confianza, que es otra cosa. Y es familiaje porque donde debería cuidarse el ambiente entrañable, propio de una familia, se han destruido los cánones elementales de la vida comunitaria al haber asaltado un muro que jamás se debió tocar. Y es que la confianza, que es una bendición, como todas las virtudes, no puede tomarse como un cheque en blanco para que cada uno inunde la intimidad de los demás, ese ámbito que, aunque fuese por elemental educación, habría que respetar. La confianza y el respeto van inseparablemente unidos. Que alguien confíe en uno mismo es una gran responsabilidad. Exige prudencia, discreción, comprensión, fidelidad, gratitud… El respeto nos hace más humanos, maduros, capaces de acoger a los demás en su realidad, en sus circunstancias, sin críticas ni internas, ni externas, reconociendo la riqueza de la diferencia.
La persona respetuosa es cuidadosa, honrada, amable, justa, tolerante, no ofende, tutela el buen nombre de los demás, entre otros valores. El respeto es uno de los incontables matices de la caridad, una virtud moral ligada a ella. Sin respeto no hay vínculo posible que se sostenga. Si esa delgada línea que lo sostiene se quiebra tan solo una vez, se abre una puerta que es muy difícil de clausurar. “Las cuerdas que amarran el respeto de unos por otros son, en general, cuerdas de necesidad”, decía Pascal. Esa necesidad es el amor. Sin él no se puede vivir. Y una intemperancia, una ironía, un gesto de impaciencia, la censura, una actitud prepotente de quien se cree se las sabe todas, la imposición de criterios, la falta de delicadeza que supone violentar la hospitalidad tomando viandas o haciéndose dueño de espacios, por ejemplo, es obrar de forma irrespetuosa con los demás. No se puede abusar de la generosidad y de la confianza ajena.
No es de recibo dar por hecho que se nos ha de conceder todo o casi todo, desde la razón, hasta la apropiación tanto de ideas, como de cualquier otra pertenencia que no es nuestra. Incluso aunque nos digan que tenemos las puertas abiertas de una casa, la educación, la finura en el trato indica que se pida permiso, y no ir arrasando todo y creando malestar, situaciones que en no pocas ocasiones —y hasta en el ámbito familiar, no solo con allegados y conocidos— se dan. Hay derechos que no nos corresponden; en aras de la confianza se nos pueden dar, que es distinto. Una persona sensible distingue perfectamente cuando debe retirarse, en qué momento debe hablar y en cuál ha de escuchar. Reconoce la experiencia de los mayores y los valora. Comprende que hay criterios propios que no tienen por qué ser compartidos por los demás. Acoge de buen grado lo que otros dicen. Se percata del alcance que tiene que haya alguien que le abra las puertas de su corazón compartiendo aspectos de su intimidad que tal vez pocos o nadie conoce. Traicionaría su confianza quien lanzara a los cuatro vientos la confidencia o se amparase en el “secreto a voces”, ese que se alimentó del cuchicheo, de ir diciéndolo a unos y a otros con la recomendación de que no se airee propiciando que se extienda por doquier. Además de una falta de respeto, ello pondría de relieve la incontinencia verbal de los todos.
Tenemos que saber escuchar a los demás, respetar sus tiempos (que no tienen por qué ser los nuestros), no discriminarlos, huir de comentarios dañinos, de bromas hirientes o expresiones que se vomitan con segunda intención poniendo en evidencia limitaciones (a veces supuestas, fruto del prejuicio), mostrando el mal gusto, además de constituir una falta de caridad. Porque eso es estar al acecho de lo que diga o haga una persona evidenciando así el desagrado que se siente por ella.
Las formas son muy importantes en la vida; las delicadas, abren puertas, las groseras, las cierran. “El respeto por nosotros mismos guía nuestra moral; el respeto por otros, guía nuestras maneras” (L. Sterne). Quien se respeta a sí mismo, es capaz de lograr que le respeten los demás, porque no permite expresiones ni conductas que desunen. Está en manos de cada uno marcar esa línea que no debe ser franqueada por nadie, y tampoco podemos permitirnos cruzar la de nuestro prójimo ni una sola vez. El respeto es fuente de libertad.
Isabel Orellana Vilches