Que la familia es pilar de la sociedad nadie puede dudarlo. Es donde se fragua «la civilización del amor» (Pablo VI), «iglesia doméstica» (Juan Pablo II). Ha sido, por lo general, cuna de valores, el escenario perfecto para aprender esa compleja disciplina de la vida que es la convivencia, con sus luces y sus sombras. De ella se ha extraído la fortaleza, la seguridad, la confianza… Punto de referencia para afrontar los éxitos y paño de lágrimas para sofocarlas cuando algún sueño se frustra. La repercusión de los actos de los miembros que la integran salpica a todos. Los gozos y las tristezas son patrimonio común. Si se yerra en una decisión, las consecuencias negativas implican sufrimiento para cada uno de sus componentes. Es capital para la existencia porque en su seno se vio la primera luz de este mundo, se recibieron todos los cuidados: alimento, vestido, educación…. Sin embargo, el eje vertebral de la misma: la fidelidad a un sacramento libremente contraído ante Dios, o a una promesa sellada ante un tribunal civil, la viene haciendo objeto de continuos varapalos a causa de la deriva de una sociedad en la que han hecho mella numerosos problemas haciendo emerger una desestructuración del tejido familiar. Los más perjudicados son los hijos. Y es que cuando se quiere destruir una sociedad, se comienza por los cimientos.
Una sociedad no puede avanzar cuando en ella se instalan los antivalores. Y la crisis en la que estamos inmersos precisa de esos sólidos pilares que las familias pueden ofrecer. Ahora mismo nadie puede decir que no tenga recursos a su alcance que le orienten en la educación de sus hijos, una labor delicada que, por cierto, se basa en el sentido común y en un amor que prioriza lo que a ellos les conviene mostrándoles una excelencia de vida que está basada en la abnegación, esfuerzo y respeto. Es la familia quien primeramente transmite la fe, la que mejor enseña lo que es la renuncia, la entrega, la obediencia, la aceptación de límites marcados por la responsabilidad, la asunción de esas realidades que muestran que no se puede tener todo lo que se desea y a la par, en la que se aprende a afrontar el sufrimiento, a querer a los abuelos, a cuidar a los demás, a valorar lo que se posee… Los hijos merecen un hogar donde no se justifiquen los desmanes propios y ajenos, que enseñe a admitir los errores y acompañe para que se remonten, un espacio en el que la violencia no tiene cabida y jamás se defiende lo que atenta contra la integridad.
La familia que se preocupa de sus hijos se esforzará por saber lo que hacen, dónde están, cuáles son sus compañías, qué les inquieta, y podrá ayudarles a superar las crisis propias de cada etapa de la vida, especialmente de la adolescencia. Si miramos con preocupación las pertinaces y graves algaradas de la calle y sus múltiples atropellos, aunque no se verbalice tenemos in mente qué familias de esos jóvenes —en muchos casos adolescentes y casi niños—, se hallan tras ellos. Cuál es su calidad moral, qué papel están jugando para que el día de mañana en lugar de dejar un rastro de violencia que les destruya a ellos mismos en primer término, sean motores del desarrollo social y un acicate para la vida de otras personas.
Es en la familia, si se recuperan los valores tradicionales, donde se reconoce el alcance de la autoridad, no del autoritarismo y la imposición. Es a la que se da credibilidad si detrás hay una autoridad moral. Todo ello pasa por respetar unas pautas de conducta que tienen sobre la base tres palabras que el papa Francisco ha señalado: «permiso (por favor), perdón, gracias». Porque no cabe duda de que la convivencia a veces frágil requiere restañar de inmediato cualquier fractura que pueda darse.
«La familia, ha dicho el Santo Padre, es un tesoro precioso. Hay que sostenerla y protegerla siempre». Con la incomunicación no se dialoga, no se desarrolla el pensamiento crítico. Se crea una sociedad débil, manipulable. De ahí que el Papa añada la necesidad imperiosa de la comunicación; no dejarse atrapar por las tecnologías aconsejando que el móvil se deje lejos de la mesa. Con toda claridad ha señalado momentos inolvidables del día a día en los que entran comidas, descanso, diversión, tareas de la casa, excursiones…, incluso oración, solidaridad con los necesitados y peregrinaciones, pero «si falta el amor, falta la alegría, y el amor auténtico nos lo da Jesús».
Esta llamada de socorro a la familia va cargada de esperanza y es absolutamente necesaria. Por eso el Pontífice ha reiterado que apoyarla y protegerla «para que eduque a la solidaridad y al respeto es un paso decisivo para caminar hacia una sociedad más equitativa y humana». Lo que hoy hacemos por la familia, y ella por sus hijos, constituye el mañana.
Isabel Orellana Vilches