No pudo con él la impiedad de la época que le tocó vivir bajo el yugo de los totalitarismos. No se hundió con la pérdida de padres y hermano, y la persecución a la que fue sometido no quebró su voluntad. No introdujo en su ánimo el despecho sino que le fortaleció e hizo de él un joven responsable y maduro, un hombre sensible y capacitado para asumir la gran misión que Dios tenía para él. El drama humano le sustrajo con tanta premura a las personas cercanas a las que podría haber entregado su amor que bien podría haberse hundido en una selva de emociones y quedar apresado en un pantano. Fue tan precoz e intensa su experiencia que muy joven le atrajo este misterio del dolor. No es extraño que con tan solo 19 años escribiese a un amigo diciéndole: «Es en el sufrimiento en donde se funda el mensaje de Cristo, comenzando por la cruz y hasta el más pequeño tormento humano». Había entendido que hay situaciones tan dramáticas que no hallan en el mundo respuesta. Nadie, ni siquiera la ciencia, está en posesión de ella. Únicamente se encuentra en la cruz. Y el dolor que de forma tan palpable tocó su puerta teniéndole a él como directo destinatario, lo halló suficientemente preparado desde la infancia para no arredrarse ante nada. Por ello pudo mostrar al mundo su paciencia y entereza, sin esconder el deterioro físico que padeció con las secuelas que fueron apareciendo, y sin dejar de sostener la cruz que portó elegantemente, con alegría y esperanza. Su intensa oración y ofrenda también rubricaron el perdón que mostró a su agresor.
San Juan Pablo II fue un auténtico apóstol del sufrimiento y continúa siéndolo. No fue un teórico. Y una persona que conoce en carne propia las aristas del dolor comprende a quienes están inmersos en él sin tener que realizar ningún esfuerzo. «Con quien sufre no se debe tener nunca prisa», dijo en una ocasión. Como profundo y fino analista, prestigioso profesor y conocedor de su tiempo, se había percatado de los peligros que conlleva el «materialismo práctico»; había sufrido en sus carnes, por así decir, lo que se deriva de los «ismos», y de qué modo las ideologías destruyen lo que hallan al paso. Teorías que propugnan y ensalzan el hedonismo, el utilitarismo, y el individualismo por fuerza han de huir del sufrimiento por más que se trate de un hecho ineludible que, que como él Papa apuntó, afecta a cualquier ser humano porque forma parte de la existencia, y sin embargo desde estos escenarios intolerantes se le rechaza, se busca suprimirlo de un modo u otro, sin tener en cuenta el papel que tiene para el crecimiento personal ni que es «fuente de bien» (Evangelium vitae, 23 y 67).
Como no podía ser de otro modo, al igual que otros dilectos hijos de Dios, Juan Pablo II destacó el sentido salvífico del sufrimiento vertido en la Salvifici doloris. Consciente de lo que supone la limitación, la soledad de la prueba, y el temor, nos emplazó a mirar la cruz de Cristo, —«fuente de la que manan ríos de agua viva»— porque en el «valor de eternidad» que contiene, hallaremos la respuesta al sufrimiento. Es en la pasión de Cristo en la que todo «el sufrimiento humano ha alcanzado su culmen». Las palabras que el divino Redentor pronunció en Getsemaní «prueban la verdad del sufrimiento». En la cruz «no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido», manifestó el Papa.
Karol Wojtyła no era de piedra; él también se preguntó qué le querría decir Dios con la turba de sufrimientos que le asolaron, aunque los acogió con paciencia, coraje y discreción por cuanto había integrado en su vida y misión sus problemas de salud de forma natural actuando con responsabilidad y sentido común, pero sin dedicarle otra clase de atención. Le vimos tropezar, caer, enmudecer cuando ya las lesiones le impidieron pronunciar palabras, pero no cercenaron su capacidad comunicativa porque sus ojos traducían bien a las claras su ternura por todo el género humano y mantuvo su sonrisa hasta el fin. La historia de sufrimiento familiar unida a la personal que asumió plenamente sin queja alguna le había enseñado «que la alegría proviene del descubrimiento del sentido del dolor». Lo que había dicho a un grupo de enfermos se lo aplicó él mismo que pedía para todos los que sufren «la gracia de la luz y de la fuerza espiritual», para que no perdieran el valor, sino que pudieran descubrir «individualmente el sentido del sufrimiento». Les consoló recordándoles el instrumento poderosísimo que tenían en sus manos al poder proporcionar «alivio» a los demás con su oración y sacrificio. Toda su fortaleza emanaba del Sagrario. Allí estaba la poderosa razón de su vida: el «Varón de dolores» por antonomasia, nuestro particular «Cirineo». Una gran y poderosa lección.
Isabel Orellana Vilches