Ordinariamente acostumbramos a manifestar a los cercanos (y a veces a los que no lo son tanto) qué proyectos vamos a realizar porque el ser humano por lo general transita cargado de sueños e ilusiones, además de hacer lo posible por cumplir sus ideales. Pero esas expectativas que compartimos con otros congéneres suelen hacerse de forma despreocupada y automática, dando por hecho que serán factibles, que no habrá nada que pueda impedirlas aunque en lo más profundo de uno, en el subconsciente, sepa que las riendas de la vida en sentido estricto no las puede controlar.
Los contratiempos que se presentan cuando menos se espera, en particular los que dañan el futuro inmediato, vienen cargados de sabiduría. Si se ha sufrido severamente con un revés inesperado personal o cercano, que no solo cercena sueños sino que marca una nueva ruta a seguir diametralmente opuesta a la que se pensó, si se admite humildemente la fragilidad, se abre el camino a ser prudente y aceptar que la propia voluntad se desmorona ante circunstancias que nuestra mano no pudo evitar. Y en todo caso es una experiencia tan cercana, que quien más quien menos en algún momento de su vida habrá expresado un «ya veremos» cuando alguien le ha propuesto algo y tiene motivos fundados para no dar su palabra de antemano. Los padres con niños pequeños, sin ir más lejos, no pueden comprometerse a ciencia cierta porque ignoran qué percances pueden surgir. Se han acostumbrado a lo imprevisible como un hecho cotidiano. Y esto es un simple ejemplo.
Pues bien este modismo aludido con el que expresamos una duda acerca de la viabilidad de algo, queda enriquecido en labios del creyente que añade el apéndice aconsejado por el apóstol Santiago: «si Dios quiere» (1 st. 4, 15) mostrando su cautela acerca de lo que piensa y quiere hacer, o dando respuesta a proposiciones de otros.
Si el lenguaje ha de transmitir la fe, a la hora de planificar algo haremos bien en mantener viva esta manifestación que pone de relieve lo presente que tenemos nuestra indigencia. Con ella se reconoce al único y verdadero dueño de nuestra vida a todos los niveles. No temamos al sentido de provisionalidad que encierra la sugerencia del apóstol. Es una gracia admitirla, y dispone para testimoniar nuestra anticipada acogida de lo que Dios desee para cada uno de nosotros. Por fortuna, estamos en sus manos.
Isabel Orellana Vilches