En un ejercicio de imaginación se ha señalado la cromaticidad de las virtudes, al menos de las más destacadas como las teologales fe, esperanza y caridad. La paciencia es una de las idóneas para plasmar esta idea, porque al ir encadenadas todas ellas, el universo de colores en el que podríamos pensar más allá de los que suelen sugerirse cuando nos centramos en cualquier virtud concreta como esta es extraordinario, como debería ser el atuendo de la propia vida. Además, permite reflexionar en esa riqueza que ofrece cada una de ellas, que es lo que realmente importa aquí.
Sin paciencia no existe confianza ya que no se puede concebir sin esperanza; ésta avienta la impaciencia. Si el gesto de una persona cuando muestra su contrariedad es el enrojecimiento, la imagen de la serenidad sería su antagónico en el caso de que la respuesta a una acción contraria a la que se espera hubiese sido la templanza y no el reproche. Y en una amplia “paleta de colores” iríamos seleccionando y adjudicando a cada una de las pasiones, al igual que haríamos con las virtudes, aquellos que para cada cual simbolizan. Así, por ejemplo, el respeto que también se deriva de la persona paciente que no se incomoda, la prudencia que nos enseña a actuar con delicadeza y de forma reflexiva (una virtud, por cierto que nos ahorra muchos disgustos), la continencia verbal que pone un freno en la lengua y no se lanza en brazos de la crítica…, y así sucesivamente.
La paciencia, como está implícita en la caridad, no se irrita. Quien la practica conoce bien la perseverancia, admite la disensión cordial, aguarda sin desesperarse que las contrariedades o dificultades vayan hallando su cauce. Al fin y al cabo, como decía santa Teresa de Jesús: “la paciencia todo lo alcanza”. Es el rasgo externo y evidente de la madurez, signo del humilde, de quien se abandona en manos de Dios. Es, en todo caso, una virtud absolutamente necesaria en la vida ya que aunque quisiéramos no podemos aventurar el destino que nos aguarda en este mundo; desconocemos, además, todas las contingencias que van a ir presentándose. El sufrimiento la requiere; es ese modo de conformidad activa frente a él porque esta virtud lo es. No es sinónimo de aguante, como muchos piensan, sino precisamente de fortaleza ante cualquier adversidad y, por tanto, acicate para la lucha. Hay que ejercitarla en el día a día consigo mismo y con los demás. Momentos para ello existen un sinfín porque cotidianamente aparecen circunstancias que requieren serenidad, cordura, aceptación de la realidad que nos disgusta…, y más que enredarse en los contratiempos hay que buscar soluciones.
Desde la perspectiva espiritual pone de manifiesto cuánta es la fe de una persona. Con ella se vive la espera en un fecundo silencio interior que es la oración. La paciencia es la virtud de los santos, con eso está dicho todo. Para el consagrado es capital. Su modelo, Cristo, la vivió en grado sumo como todas las virtudes. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento están llenos de citas sobre este don que debe impregnar la vida espiritual que busca por encima de todo la unión con la Santísima Trinidad, y no solo ofrece la conocida historia de Job. No cabe exasperación alguna, ni afán de deslindarse de la propia responsabilidad en el ejercicio de una entrega genuina. “Feliz el servidor capaz de soportar con paciencia las correcciones, las acusaciones y las reprensiones que le vienen de otro como si se las hiciera él mismo”, decía San Francisco de Asís instruyendo a los suyos para que no se desviaran del camino espiritual. Que no se llamaran a engaño dejándose llevar por el íntimo anhelo, que aunque no confesado siempre es dañino, de desear que cesase ese momento en el que su superior les hiciera ver su debilidad.
A la paciencia se le atribuye la tonalidad azul porque dicen simboliza la frescura, la libertad, la espiritualidad, entre otras cualidades. Sin embargo, a mi modo de ver, con lo poco que se lleva dicho es fácil adivinar en su vivencia rigurosa la presencia del amor con mayúsculas. De tal modo que si la paciencia tuviese color sería el de la misericordia divina que engloba todas las notas excelsas que la definen y señala las más altas cotas de su vivencia por nuestra parte sin otro límite que el que impone nuestra finitud.
Isabel Orellana Vilches