Ya hice notar en este espacio a qué conduce ese peligroso juego de querer suplantar a Dios y actuar con la mente embriagada por el afán de ganar partidas en la vida que tarde o temprano se van a perder aunque no se sepa cuándo ni de qué manera; el COVID 19 es un simple ejemplo. Tristemente hemos visto qué poco ha aprendido el ser humano de esta pandemia en la que todavía nos hallamos sumidos. Con qué facilidad se olvidaron las buenas intenciones que se aireaban en los balcones con aplausos que un ligero golpe de viento se llevaron con él. De qué manera tan irresponsable se lanzaron muchos a la calle ávidos de sumergirse en algarabías sin control poniendo en riesgo la salud personal y la colectiva, oponiéndose no solo al sentido común sino a la fuerza pública que no ha cesado de actuar amparada en la ley aunque en la mayoría de las ocasiones ha sufrido el desacato de esa muchedumbre que no tiene más horizonte que el que termina con su propia nariz, creyéndose el ombligo del mundo.
Un hecho incuestionable es que nadie somos eternos. La vida para todos tiene un final aunque parece que a algunos se les olvida. Es también el más alto valor que poseemos, un don gratuito. Sin embargo, vemos con gran preocupación esa tendencia a infravalorarla atentando indiscriminadamente contra los no nacidos y los nacidos. Muchos se hunden en abismos de miseria moral y llevan cosida la parca en sus ropajes. Es el miedo el que extienden al sembrar ríos de pólvora por donde quiera que pasan con la prepotencia y la soberbia del endiosamiento al que se han elevado. Despreciar la vida haciendo de ella un océano de sufrimiento es sin duda una temeridad. ¡Qué triste haber nacido para dañar a los demás!
Hay una sensible diferencia entre el miedo y el temor. El miedo es paralizante. El temor, y el santo temor en concreto, enseña a ser prudentes, reflexivos, aunque no hace falta tener fe para proceder con respeto y sensatez. Ese temor lleva consigo una consciencia de pequeñez, de humildad e indigencia. Se guía por el afán de no hacer daño alguno. Quien obviando lo dicho decide ponerse el mundo por montera se convierte en víctima y verdugo a la par. Víctima de quienes ejercen una hegemonía sobre su persona a la que pueden someter con promesas que nunca podrán cumplir y enrolarle en batallas que están condenadas al fracaso, con lo cual se esclaviza a sí mismo. Verdugo porque según sean las ideas que alimenta y el afán de dominio que le guíe puede arrasar la vida de otros y hasta arrebatársela sin piedad. No es un héroe, ni un valiente quien empuña las armas materiales y verbales, que de todo hay. Por el contrario esconde su cobardía atacando a los demás. No se confunda la temeridad con la osadía. Se puede ser audaz, muchas veces hay que actuar así siempre que se acompañe del buen juicio, pero no ser temerario.
La temeridad, que nunca está regida por el amor, va ennegreciendo el corazón, nublando a la persona con la ceguera. A ello conduce la inconsciencia de los necios. Y “la necedad es la madre de todos los males”, decía el gran Cicerón.
Isabel Orellana Vilches