La exquisitez del amor se percibe sobre todo en las distancias cortas. Una amalgama de voluntad y de responsabilidad personal mirando al que tenemos al lado insta a su cuidado, a ejercer una tutela que no nos es dado vulnerar, aunque de hecho, y por desgracia, así se haga. Caín se exoneró a sí mismo de esta realidad cuando fue preguntado por su hermano Abel. Ya sabemos por qué.
En la cercanía se aprecian los rasgos del carácter. Antes de actuar es saludable detenerse y pensar si eso que nace del interior podrá afectar a otro. Porque hasta cierto punto somos responsables de nuestros más directos congéneres, especialmente de los vulnerables, incluso cuando no hemos contribuido directamente a sus caídas. Ello sin olvidar que cada uno gestiona su libertad como le parece oportuno y ahí no se puede entrar; no lo hace ni siquiera Dios. Pero no ignoramos a qué río pueden llegar las aguas si no se impide, o bien se ataja de inmediato, lo que puede dar lugar a su desbordamiento. En una palabra, sabemos qué mal podemos evitar a otros poniendo de nuestra parte lo que mejor convenga. El que verdaderamente ama se anticipa en sus respuestas evitando con todos los medios a su alcance convertirse en un obstáculo, ser agitador de emociones.
Haber nacido para ser motivo de sufrimiento ajeno, ser verdugo para los demás, aunque resulte crudo decirlo así, es una auténtica tragedia. Máxime cuando está en mano de cualquiera controlarlo. Ninguno estamos exentos de contar con la ayuda de alguien que en vez de ser piedra de tropiezo para nuestro desarrollo personal y espiritual, sea escabel para lograr el mayor bien al que estamos llamados. Y esto es bidireccional naturalmente.
Lo cierto es que la convivencia en sus diversos ámbitos trae consigo conflictos. Es lo que el P. Jesús Fernández, superior de los misioneros identes, denomina “trampas”. Caemos en ellas o dejamos que nos atrapen. Las vemos reflejadas en flaquezas y debilidades propias y ajenas, contingencias diversas que salen al paso: enfermedades, pérdida de trabajo, dificultad para aceptar a otra persona, estar a la defensiva… En definitiva es trampa lo que nos maniata sea cual fuere su naturaleza —interna o externa, generada por nosotros o surgida en las relaciones con los demás—, infundiendo la idea de que no se puede superar.
Pues bien, el consejo de este religioso es luminoso para la vida cotidiana: podemos convertir una trampa en trampolín. Y lo que en un principio parecía insalvable, se troca en una fuente de riqueza personal y colectiva. No se nos exige algo que se halle por encima nuestras propias fuerzas, dice san Pablo. La clave para convertir una trampa en trampolín está en nuestro interior. Se trata de no sucumbir a esa idea peregrina de que somos de una determinada forma que no se puede cambiar, lo cual conduce a un peligroso inmovilismo. El amor con mayúsculas, hay que decirlo una vez más, es ese poderoso motor que motiva a actuar.