El título de esta reflexión es de Luis Antonio Naxi Cielo; forma parte de la experiencia ya que este joven mexicano de 19 años, se halla en el inicio del proceso terminal de su vida. Está dando un extraordinario testimonio misionero al compartir cómo vive su fe en medio del dolor.
En uno de nuestros “Encuentros en torno al sufrimiento”, el de agosto pasado, tuvimos la gracia de escucharle y una de sus manifestaciones fue justamente esa manifestación referida acerca del dolor que tiene un enorme contenido espiritual. Y es que él vive su sufrimiento abrazado a la cruz y está gustando de esas mieles únicas del amor divino.
Entendí, porque en ese momento no tuvo ocasión de explicarlo, que la ternura es la que proviene de Dios que, como nos dice el fundador de los misioneros identes Fernando Rielo, nos toca con guante (tan frágiles somos), y que esa ternura es la que nos alimenta y sostiene, la que nos llena de fortaleza y esperanza, la que nos abre las puertas del cielo aquí en la tierra. Mientras que vivir el dolor con amargura indica sentimientos contrarios al abandono en las manos del Padre. Porque la amargura es indicativo de la pesadumbre, el desconsuelo, el desengaño y la desesperanza que es lo que experimenta quien no acepta las contingencias que llegan a la vida, y busca culpabilizar a Dios y a quien sea. Dije “entendí”, y no erré porque después en nueva conversación Luis corroboró que era este el trasfondo de sus palabras.
Indudablemente, vivir el dolor con ternura da vida aunque físicamente vayan mermándose las fuerzas y uno deba hallarse al amparo de los cuidados de los demás. Vivir el dolor con ternura es dar gracias por lo que tuvimos, por lo que tenemos, por lo que hacen por nosotros… Vivir el dolor con ternura es reconocer el potencial que Dios ha puesto en nuestras manos, con el que podemos ayudar a los demás, a comprender el misterio de la oblación que redunda en beneficios personales y ajenos. Quien se da del todo siembra ventura a su alrededor, y quien se hunde en las vicisitudes y contratiempos solo cosecha tristezas.
Luis Antonio es feliz, recibe a todos con la sonrisa dibujada en el rostro al punto que de no contarlo él uno pensaría que no le pasa nada. Su mente hace tiempo que voló a regiones celestes y en esa libertad no le oprime la implacable evolución de una enfermedad que va minando su vida a dentelladas y sin detenerse. Él fue testigo del tránsito de uno de sus hermanos que había sido aquejado por la misma lesión que se ha cebado en su cuerpo desde que tenía 6 años. Si inicialmente le dejaron sus amigos, si la sombra de la rebeldía también cruzó su mirada, después ha cosechado afectos verdaderos y no impostados, y ha reconocido el rostro de Dios dentro de sí sintiéndose poderosamente llamado a marcharse al cielo. No ha huido del dolor, no lo ha envuelto en papel celofán, no se ha empeñado en idealizar nada, y menos aparentar lo que no es. En este itinerario que viene atravesando ha identificado la auténtica verdad de la vida que es más que el latido del corazón porque no fenece cuando se detiene sino que es entonces cuando comienza a materializarse la eternidad.
Es un privilegio conocer a personas como Luis “Cielito”, cariñoso apelativo que le dan por su apellido, que son capaces de trazar líneas de poesía con el grueso lápiz del dolor. Es un mensajero del bien, un pregonero de esa espiritualidad de la que habla dejando conmovido a quien lo escucha y a pesar de hallarse en un 70% de su capacidad como se aprecia en este testimonio imponente y conmovedor que dio el pasado 30 de septiembre.
No es usual que un joven que se acerca al fin de su vida hable de su experiencia con lenguaje sobrenatural y dé, sin proponérselo, tantas enseñanzas para el día a día. No en vano el sufrimiento es el que realmente madura y él se ha doctorado ya en el dolor que suma, además del suyo, la pérdida por la COVID de sus padres y de su abuela… Escúchenlo. No se arrepentirán…
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Isabel Orellana, misionera idente