El último número de Alfa y Omega (996), Semanario Católico de Información, de 20 de octubre, mostraba en su portada el título «Misioneros en tierra hostil». Se planteaba que hay misioneros cuyas obras gritan por ellos, cuando, a veces, tiene que callar por prudencia. Nos ponía el ejemplo del padre blanco José María Cantal, trabajando por el cristianismo en Argelia, viviendo con niños como lo haría el propio Jesús. Hemos celebrado el Domund de 2016 y hemos vistos los rostros ilusionados de niños y niñas pidiendo «una limosnita para el Domund». Muchos lo hemos hecho hace años, y recordamos con cariño y ternura aquellas huchas, unas de cerámica con rostros concretos, y otras de plástico. A mí me tocaron siempre de plástico. Pero la ilusión era la misma. Quizás ahora comprendemos de forma más profunda la utilidad de aquellas huchas.
El papa Francisco nos llama a transmitir la Alegría del Evangelio, desde nuestro mensaje de paz, amor y misericordia. Finaliza el Año del Jubileo de la Misericordia y nos podemos plantear ¿hemos contribuido a un mundo mejor? Bueno, quizás el mundo es todavía muy mejorable, no nos cabe duda, pero estoy seguro hemos contribuido a mejorarlo de muchas maneras, en nuestra vida corriente. Hay muchos espacios donde hacerlo y hay que seguir.
Nuestro Arzobispo, Monseñor Juan José Asenjo Pelegrina nos ha invitado todo el año a hacerlo, contribuir a un mundo mejor, a una ciudad mejor. La misión no acaba con el fin del Año del Jubileo, debemos impregnar de Misericordia nuestra vida y la de los demás, y también de Amor. Los misioneros en tierra hostil tienen un mérito increíble e impagable, pero los que no estamos en esas tierra tan necesitadas de comprensión, de paz y de unión entre los seres humanos, esos territorios de sufrimiento innecesario por motivos inconfesables, también tenemos tarea. Podemos ser misioneros en nuestras calles y plazas, en nuestro trabajo, en la vida diaria, ya que somos, a pesar de las debilidades, errores y flaquezas, testigos de un mensaje sublime: el mensaje de Jesús.