Vaya por delante que, humanamente, nadie puede elegir la orfandad en este mundo, aunque se pueda experimentar emocionalmente por muy diversas razones. Dejando a un lado la dramática pérdida de los progenitores, a los que habrá muchos que no conocieron porque ellos abandonaron este mundo cuando eran muy pequeños, o se fueron yendo cuando les llegó su hora, la causa principal de todo sentimiento de orfandad que no esté motivada por lo expuesto suele ser el egoísmo, porque así lo provoca la malquerencia de padres y madres que se desentienden de sus hijos.
Cuando se van perdiendo a los padres es normal que el sentimiento de orfandad se instale en lo más profundo del corazón. Es como si, de repente, fuésemos conscientes del decurso de una historia que se repite desde que el hombre es hombre: el fugaz paso por ella. Se comprende entonces, de un modo que las palabras no pueden describir, que quienes nos dieron la vida acaban de soltarnos de su mano y dejarnos caminar solos. Es algo que no tiene que ver con la fe; es de orden completamente distinto.
Otra clase de orfandad, a la que quisiera aludir aquí, y que denomino elegida, en realidad no es tal, ya que tampoco se puede elegir de ningún modo, aunque haya personas que crean tener ese poder. Me explico. Tenemos un Padre común que nos ha creado, libremente y por amor. Bajo la égida de la fe no hay duda: creemos que el Padre es el autor de la vida; es el Creador. Y, hasta desde el punto de vista de la razón se demuestra sin dificultad que todo lo que hay, lo que vemos, nosotros mismos, no somos hijos de la materia. La materia no puede infundir en el ser humano la conciencia del bien y del mal, por poner simplemente un ejemplo. No puede colmar los anhelos de trascendencia que existen en lo más profundo de los seres humanos, ya que constitutivamente cada uno de nosotros siendo finitos estamos abiertos al infinito.
Nadie puede elegir quedar liberado de ese Padre por mucho que lo desee. No puede torcer una realidad que hasta a quienes dicen ser ateos les interpela; sacude conciencias. En un alarde de sinceridad, Jean-Paul Sartre confesó: «No puedo dudar de que Dios no exista. Y tampoco puedo negar que todo mi ser clama por Dios». Es la encrucijada que experimentan muchísimas personas.
La conciencia filial, cuando se tiene presente y se entraña en lo más profundo del ser, va marcando todo pensar y todo quehacer. Así se crece de un modo insospechado en todos los ámbitos que puedan imaginarse. Y es que, al estar alimentada por la vivencia de las virtudes, no hay barreras que impidan el progreso humano y espiritual. Eso explica que el tiempo se dilate de tal modo que es inevitable preguntarse cómo es posible que un ser humano haya sido capaz de realizar obras tan sorprendentes en número y magnitud. Lo vemos en los integrantes de la vida santa.
Es una pérdida de tiempo estar negar la presencia de un Padre eterno porque sin él ninguno de los que ha pasado por este mundo, incluidos los que aún estamos aquí, podríamos existir. Es absurdo empecinarse en echar tierra sobre la presencia de un Dios que impregna todo lo creado, eligiendo el vacío. Así no hay modo de obtener la felicidad que se persigue, porque rechazando a Dios lo que se halla es la infelicidad; ésta crece en la medida que aumenta el distanciamiento de él.
No se entiende en la vida, y así lo refleja la literatura y el cine, por poner dos ejemplos, que un hijo afectado por íntimas derrotas rechazara la ternura, la comprensión y misericordia de su padre que aguarda pacientemente su regreso para entregarle todo. Es la parábola del hijo pródigo que perdió el tiempo lejos de su padre. Ya sabemos cuántas fueron sus desventuras huyendo de su lado. Sin poder ahogar la huella de su presencia en lo más profundo de sí mismo, fue justamente su desdicha la que le mostró cuán grande es el fracaso, la indigencia, cuántas son las carencias de toda índole que se experimenta buscando una inútil orfandad. Aprendió que es imposible negar su procedencia; vio que no podía vivir sin su Padre. Los testimonios de conversión de hombres y mujeres reflejan un pasado lleno de calamidades cuando estuvieron lejos de Dios.
Hagamos, pues, lo que decía Fernando Rielo, el fundador de los misioneros identes: «Sigamos al Padre y tendremos una felicidad como no la podrá dar este mundo; una felicidad sobrehumana, sobrenatural».
Isabel Orellana Vilches