Lunes de la XXII semana del Tiempo Ordinario (B)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas (4, 16-30)

Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Me ha enviado a evangelizar a los pobres… Ningún profeta es aceptado en su pueblo.

La incredulidad de los vecinos de Nazaret cuando Jesús explica la Escritura en la sinagoga es la misma que la nuestra cuando desconfiamos de alguien que se adentra en la vivencia de la fe. Nos preguntamos, lo mismo que los vecinos de aquel poblacho de la Galilea ocupada, quién será ese que ha proclamado la Palabra en misa, quién será aquél que ha dado un testimonio de su conversión, quién el que ha dirigido el rezo del rosario que nunca aparecía por la parroquia. No somos tan diferentes. Nos cuesta reconocer que Dios lo hace todo a su manera y que no deja de sorprendernos, también con la gente que pone a nuestro lado en el camino de la vida. Preferimos repartir credenciales, asignar a cada quien un lugar en la cola de acceso a la gloria celestial en función de quién llegó primero. ¡Bah, tonterías! Son criterios humanos que no sirven a la hora de contemplar la obra de Dios en quien justamente ni imaginábamos fuera a ser alcanzado por su gracia. Tampoco los nazarenos eran capaces de entender que aquel humilde operario que se ganaba la vida con las manos y el sudor de la frente fuera un entendido en la Escritura. Y mucho menos que fuera a cometer la arrogancia de significarse como enviado del Padre. Eso era demasiado incluso para los que le tenían estima, aquellos a los que les había cepillado una puerta que cerraba mal o les había recompuesto las tejas del doblado. ¿No obramos nosotros exactamente igual, desconfiando de quien conocemos, sin caer en la cuenta de que Dios es siempre más?   

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