Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,1-8):
En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla.
Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: «¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados.»
Algunos de los escribas se dijeron: «Éste blasfema.»
Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: «¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: “Tus pecados están perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo dirigiéndose al paralítico–: Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa.»
Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.
Comentario
Tus pecados están perdonados
Curar es una cosa y salvar es otra. Los escribas no tenían modo de reprocharle a Jesús el Nazareno que pasara por las ciudades curando y sanando. En el paralítico que le presentan postrado en una camilla reconocemos la incapacidad física para andar, para erguirse y caminar donde quisiera ir, siempre necesitado de la ayuda de los demás para desplazarse. En el pecador que intuimos dentro del pasaje del Evangelio, reconocemos la incapacidad espiritual para levantar la cabeza, andar derecho y dirigirse a abrazar al hermano al que no perdonamos aquella jugarreta que nos hizo. El pecado tiene una capacidad de postrarnos mucho mayor que la de la parálisis de los miembros físicos. El pecado nos oprime y no nos deja levantarnos, siempre necesitados de que nos lleven y nos traigan sin libertad, a merced de lo que el Maligno trame en cada momento. ¿Y qué es más fácil? ¿Una complicada intervención quirúrgica de traumatología para devolverle vigor a los músculos que permitan andar o abrir el propio corazón de par en par ante un sacerdote para descargar el peso opresivo del pecado? Gracias a Dios, la mayoría de los que leamos esto no habremos tenido que pasar por la sala de operaciones, pero por el quirófano del espíritu que es el confesionario, claro que hemos pasado. Y sabemos la gracia que recobramos en el momento de la absolución, tal que el mismo Jesús nos dijera: «Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa.»