XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (C)

Primera lectura

Isaías 66, 18-21: De todos los países traerán a todos vuestros hermanos.

Esto dice el Señor:

Yo vendré para reunir
a las naciones de toda lengua:
vendrán para ver mi gloria,
les daré una señal, y de entre ellos
despacharé supervivientes a las naciones:
a Tarsis, Etiopía, Libia,
Masac, Tubal y Grecia;
a las costas lejanas
que nunca oyeron mi fama
ni vieron mi gloria:
y anunciarán mi gloria a las naciones.

Y de todos los países, como ofrenda al Señor,
traerán a todos vuestros hermanos
a caballo y en carros y en literas,
en mulos y dromedarios,
hasta mi Monte Santo de Jerusalén
-dice el Señor-,
como los israelitas, en vasijas puras,
traen ofrendas al templo del Señor.
De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas
-dice el Señor-.

Salmo

Sal 116,1.2

R:/ Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos.

Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.

Segunda lectura

Lectura de la carta a los Hebreos 12,5-7.11-13:

Hermanos:
Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron:
«Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor,
no te enfades por su reprensión;
porque el Señor reprende a los que ama
y castiga a sus hijos preferidos.»
Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos,
pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?
Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele;
pero después de pasar por él,
nos da como fruto una vida honrada y en paz.
Por eso, fortaleced las manos débiles,
robusteced las rodillas vacilantes,
y caminad por una senda llana:
así el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará.

Lectura del santo Evangelio según Lucas (14, 25-33)

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.» ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

Comentario

Repitiendo la idea de Isaías (Is 40,13), que recogerá también San Pablo (Rom 6,4), el autor del libro de la Sabiduría se interroga sobre la posibilidad de conocer el designio y la voluntad divina. La pequeñez y falibilidad de los pensamientos humanos tiene su raíz en el hecho de que la mente, aunque capaz de pensar y comprender lo espiritual merced a su condición inmaterial, por encontrarse en un cuerpo sensible y en contacto continuo con lo material y terreno, halla dificultad para elevarse por encima de los sentidos y encontrar luz para acoger y contemplar la verdad divina. Después de mucho esfuerzo intelectual solo se consigue una ciencia limitada y conjetural, incluso de las cosas terrenas. Por eso, la sabiduría divina (mencionada seis veces: Sb 9,2.3.6.9.1718) es el auxilio imprescindible y se recibe a través del don del Espíritu (es junto a las anteriores la séptima mención e indica plenitud de sabiduría).

El salmista concibe este auxilio sapiencial como una enseñanza que lleva al hombre a aceptar el carácter limitado de su existencia como parte de un proyecto divino (Sl 89,12) que le permite sacar el máximo provecho de sus cortos días. A través de ella el ser humano se comprende a sí mismo, reconoce sus límites de criatura y obtiene a partir de ellos el máximo partido buscando en Dios el refugio y la paz que pueda paliar la angustia que le produce su finitud. En definitiva, esta sabiduría le lleva a conocer a Dios y, a través de él, a sí mismo. Tal comprensión conduce al creyente a repetir la experiencia de desprendimiento de Abrahán (Gn 12,1-4; 22,1-18) posponiéndolo todo, como nos invita Jesús en el evangelio (Lc 14,26), ante ese Dios que se ha manifestado en Cristo, y nos invita a seguirlo a la gloria pasando por la cruz, haciendo así brotar la semilla de la eternidad encerrada en la fragilidad humana.

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