Lectura del santo evangelio según San Juan (10, 22-30)
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
Comentario
Yo y el Padre somos uno
Unos judíos apremian a Jesús. No soportan la incertidumbre. Queremos certezas. Estamos hechos a las certidumbres que nos allanan el camino y remueven obstáculos. Pero hay veces que no es posible. Esta pandemia del coronavirus, por ejemplo, nos ha dejado el camino repleto de incertidumbres, no hay nada seguro a lo que agarrarse: la recomendación que un día nos hacen, al siguiente la revocan; la instrucción que por la mañana nos dan, por la tarde la corrigen; los científicos e investigadores tampoco se aclaran mucho porque la propia novedad del virus lo hace incierto. Es una pesadilla. Y no hay escapatoria. A escala humana, se sobreentiende. Porque a escala divina tenemos una escala de mano que nos permite escapar de esas arenas movedizas y afianzar nuestro edificio personal en la roca firme de quien es dueño de los pilares de la tierra y sobre ellos afianzó el orbe, como proclama el libro de Samuel. Cristo es nuestra firmeza, él es nuestra certidumbre, porque viene del Padre y sus obras hablan por él. La pretensión de los judíos que lo interrogan es nuestra misma pretensión: la de estar en el lado bueno de la historia, la de formar parte del equipo victorioso. Para no equivocarnos y salir victoriosos. Pero Jesús no responde a esa fatua cuestión que tiene que ver con nuestra propia satisfacción personal, responden sus obras, porque son las del Padre, porque Jesús y el Padre son uno. Y ese es el fundamento de la fe: lo que se cree sin haber visto.