Lectura del santo Evangelio según san Marcos (9, 2-10)
Seis días más tarde Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, sube aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Este es mi Hijo, el amado.
La fiesta de la Transfiguración (del Divino Salvador) que hoy celebramos en la Iglesia es la afirmación de un misterio trinitario: el Hijo se transfigura delante de tres apóstoles escogidos pero no a la vista de todo el mundo, sino apartados en un monte elevado, que es el lugar por excelencia de la revelación divina; la voz de la nube procede del Padre, que de esta manera se complace en el Hijo como había sucedido en el momento del bautismo. Y esa comunión perfecta de amor entre las dos primeras personas de la Trinidad crea el sitio indispensable para el Espíritu Santo. Pero como es un misterio, Jesús les prohíbe hablar de lo que habían visto y oído hasta que su cuerpo fuera glorificado por la Resurrección, a un anticipo de la cual habían asistido en el Tabor. Pero ni siquiera esa primicia les vale para entender lo que significa resucitar de entre los muertos, el gran misterio de la fe cristiana sin el que no hay verdadera adhesión a Cristo glorioso.