Lectura del santo Evangelio según Marcos (8, 11-13)
Se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: «¿Por qué esta generación reclama un signo? En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación». Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla.
¿Por qué esta generación reclama un signo?
Lo tienen delante pero no lo ven. Están ciegos y no son capaces de descubrir que el propio Jesucristo es el mayor signo del cielo, obra del Padre que lo ha enviado. O no quieren verlo, que es peor. En lugar de eso prefieren algo que los saque de dudas, una confirmación, una prueba irrefutable que no dé lugar a interpretaciones. Porque no buscan la fe, sino el abrigo de la autoafirmación de estar en el sitio correcto, de haber hecho la elección correcta. La fe exige intemperie, estar a merced de los vientos y de las dudas, empaparse de confianza ciega y deslumbrarse con una luz cegadora, el sol de la verdad que todo lo abrasa y la sombra de la sospecha que es heladora. Los fariseos -no sólo los fariseos, nos sucede a nosotros también- quieren que Jesús los asombre para no tener que caminar por el territorio siempre inexplorado de la fe sino por el camino trillado de la aprobación. Quieren un signo, un milagro, que ellos puedan aprobar invirtiendo así la carga de la prueba. No quieren un signo para creer, sino para que certifique su creencia. Jesús no se lo da. Con un suspiro, que es un lamento de fastidio, lo ha dicho todo.