Lectura del santo Evangelio según san Mateo (5, 20-26)
Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano «imbécil», tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama «necio», merece la condena de la gehenna del fuego. Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.
Todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado.
Después de proclamar (lo escuchábamos ayer) que no ha venido a abolir la Ley sino a llevarla a plenitud, Jesús se pone a la tarea con una serie de antítesis que recoge el evangelista Mateo. En la del Evangelio de hoy está implícita la autoridad (divina) con que Jesús habla en paralelo con el designio divino implícito en la fórmula de la pasiva «se dijo». Ahora también es Dios el que instruye a su pueblo sobre la vigencia del quinto mandamiento, pero extendiendo su consideración no sólo a la acción homicida como estaba escrito, sino a tantas formas de dar muerte con la palabra y el insulto airados. Jesús es radical en su planteamiento porque va a la raíz del asesinato que es la ira y plantea arrancarla de cuajo del corazón del hombre, antes de que eche raíces e incite al homicidio. Por eso conviene examinar la propia conciencia para advertir a quien damos muerte con nuestras palabras antes de entregar la ofrenda en el altar, es decir, antes de entrar en nuestra misa. La reconciliación con el otro, con el que nos ha ofendido, es el primer paso hacia el altar de modo que no se puede entrar en la presencia de Dios que significa comulgar el Cuerpo de Cristo sin ese gesto previo. Queda así desbordado el mero precepto de no matar -cuántos de nosotros creemos que lo cumplimos porque, efectivamente, no le hemos quitado la vida a nadie- con una mirada introspectiva al corazón del hombre para descubrir no sólo la acción sino la intención y extirparla a tiempo.