Miércoles de la semana 32ª (C)

Lectura del santo evangelio según san Lucas (Lc 17, 11-19): 

Una vez, yendo camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús, tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?», Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

Comentario:

“Tu fe te ha salvado”

El episodio de los diez leprosos incide en un doble plano: corporal y espiritual. Jesús se siente conmovido por los alaridos de esos apartados que le piden misericordia desde lejos porque no podían acercarse a las ciudades. ¿Cuántos hombres y mujeres de nuestro tiempo no están pidiendo a gritos que alguien los cure de sus dolencias del cuerpo, de sus necesidades materiales, de sus sufrimientos? Jesús se apiada y los manda a presentarse a los sacerdotes para presentar la expiación que correspondía puesto que se consideraba la lepra una enfermedad impura cuya curación para reintegrar al leproso en la sociedad correspondía certificar exclusivamente a los sacerdotes. Es decir, Jesús no se conforma con sanarlos de sus heridas sino que quiere que vuelvan a vivir en sociedad, ataja la exclusión social de raíz. El samaritano que se vuelve a dar las gracias -cuánto cuesta ser agradecido en este mundo en el que nos creemos en posesión de todos los derechos- es el único que obtiene, además de la curación corporal, la salvación espiritual. Porque es el agradecimiento a Dios, esa actitud de volverse humildemente al Padre para agradecer la ayuda recibida, la que determina la salvación del alma. Es nuevamente la fe la única que salva.

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