Lectura del santo Evangelio según Juan (5, 31-47)
Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su rostro, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no lo creéis. Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ese sí lo recibiréis. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?».
Comentario
El Padre me ha enviado
Jesús es el Mesías. Lo tenemos tan interiorizado que no nos hace sufrimiento alguno confesarlo. Pero no le sucedía así a los judíos coetáneos del Señor. Para ellos, era blasfemia que alguien pudiera presentarse como Dios o enviado de Dios. Y no era tan infrecuente: por la Palestina del primer siglo de nuestra era abundaban los profetas que decían ser el Mesías. En ese ambiente histórico, Jesús se presenta a sus contemporáneos aduciendo cuatro testimonios para convencerlos de su discurso apologético. En primer lugar, el testimonio de Juan el Bautista, profeta reputado, que confesó en el momento del bautismo en el Jordán que el Nazareno era el cordero de Dios; en segundo lugar, los signos que realiza por mandato de Dios, lo que era motivo de escándalo para los judíos de la época; en tercer lugar, la voz del Padre como confirmación irrefutable; y, por último, las propias Escrituras sagradas que los rabinos se pasaban la vida entera estudiando, tratando de escudriñar cuándo se produciría esa venida del Mesías. Al final, Jesús los está poniendo en un verdadero brete porque los está enfrentando ante testimonios muy contundentes que no pueden refutar sin refutar su fe y su identidad religiosa. Por eso cita a Moisés, al que hemos escuchado en la primera lectura del día suplicando a Yahvé por el pueblo elegido. Ahora son los descendientes de quienes adoraron al becerro de oro mientras el profeta permanece en el Sinaí los que tienen que abjurar de Moisés para rechazar a Jesús: un nudo gordiano que no hay manera de deshacer si no es a través de la fe en Cristo.