Lectura del santo Evangelio según san Juan (6, 44-51)
«Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo
El discurso queda remachado con estas palabras: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo». Se trata de una afirmación escandalosa, se mire por donde se mire, en aquella época. Jesús se está comparando al maná del Éxodo, se está asociando a Dios todopoderoso que concede la vida y el alimento para la supervivencia y está ofreciendo su propio cuerpo como alimento glorioso. Cualquiera de las tres cosas hubiera suscitado una reacción alarmada de sus interlocutores en aquellos tiempos, pero es que combinadas en el mismo párrafo hacen que salten todas las alarmas. O, efectivamente, Jesús es Hijo de Dios o se trata de un orate. O su carne es pan de vida o se trata de una invitación a la antropofagia. O rescata de la muerte como el maná o es un charlatán disparatado. No se le presentaban más opciones a los judíos de entonces como no se nos presenta más alternativa a nosotros en el siglo XXI: o crees que Jesús está en cuerpo, sangre, alma y divinidad real y verdaderamente contenido en el pan que comulgas o todo te parece un cuento chino. Es el mismo escándalo que acompañó el discurso del Pan de Vida actualizado, es imposible creer a medias o quedarse sólo con una parte de lo que Jesús dice. La comunión (base y manifestación a un tiempo de su Iglesia) exige radicalidad para dejarse atraer por el Padre, escuchar lo que tiene que decir y cumplirlo, como Jesús les propone a su interlocutores en la perícopa de hoy.