Lectura del santo Evangelio según san Mateo (5, 43-48)
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.
Amad a vuestros enemigos.
El mandamiento del amor a los enemigos es la piedra de toque de los cristianos. A cualquiera le resulta fácil y hasta cómodo amar a quienes le hacen el bien, devolver un gesto de cortesía con quienes lo tienen hacia nosotros, preocuparse por quien se preocupa por nosotros. Todo eso entra dentro de lo que llamamos reciprocidad: te doy porque tú me das. Y esa regla de cálculo interesado la llevamos a todo lo que hacemos, incluidas nuestras relaciones personales, a menudo veteadas de esa reciprocidad de trato. Pero Jesús nos está pidiendo más. Siempre más. Pone el listón mucho más arriba, casi inalcanzable: amar a los enemigos y rezar por los perseguidores no es natural, no nos sale sin querer, se hace precisa la ayuda del Señor, porque humanamente tenemos asumido la frontera que diferencia amigos de enemigos. Jesús, sin embargo, propone abolir esa aduana y devolver amor por odio, oración por persecución, lo cual sólo está al alcance de quien se abandona en la confianza de Dios y se deja llevar solícito a donde no quiere ir. El amor a los enemigos que han exhibido tantos mártires a lo largo de la historia los sitúa, por ello, en un plano superior al humano: en el de la santidad.