Miércoles de la 6ª semana (A)

Lectura del santo evangelio según San Marcos (8, 22-26)

Llegaron a Betsaida. Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase. Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Levantando los ojos dijo: «Veo hombres, me parecen árboles, pero andan». Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad. Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.

Comentario

El ciego estaba curado

El pasaje evangélico es rico en significado. Ocurre en Betsaida, la misma ciudad a la que Jesús le ha recriminado su falta de fe comparándola, nada menos, que con las urbes fenicias de la costa, fuera del ámbito judío. Quiere ello decir que en Betsaida no andaban muy sobrados de fe. Y por eso Jesús lo toma aparte y se lo lleva lejos de la aldea, alejándolo de esa ciudad pecaminosa. La curación del ciego se va a producir en dos actos, porque de primeras el ciego no es capaz de enfocar lo que ve a lo lejos y lo mismo confunde hombres que árboles. En óptica, a eso se le llama miopía. Se ve estupendamente de cerca, pero cuesta enfocar el cristalino para ver a distancia. Decía San Francisco de Sales que la peor ceguera es la causada por el amor propio.  La peor miopía -podríamos parafrasearlo- es la que viene causada por la soberbia. El ciego, en cuanto ha sentido la saliva y la imposición de manos salvadoras, cree que ve correctamente, pero está desenfocando la realidad porque le falta la humildad propia de esperar con paciencia que Dios lo refine y lo aquilate. Todo un aviso para la vida espiritual.

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