Lectura del santo Evangelio según Juan (17, 20-26)
No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos».
Comentario
Para que sean completamente uno
La unidad, nos tiene dicho el Papa Francisco, es superior a las partes que la integran. Tiene más valor. El ideal cristiano está presidido por este anhelo de unidad que Jesús expresa aquí tomando como modelo la comunión trinitaria. A eso aspiramos sus seguidores: a recrear esa comunión trinitaria aquí en la tierra, a hacer de nuestros lazos afectivos, sociales o familiares una unidad por encima de todas las fuerzas que operan contra ese ideal. Pero, ojo, que la primera fuerza que actúa en su contra no viene de fuera, sino la llevamos bien arraigada en nuestro interior: la soberbia que nos impulsa a destacar, a lucirnos, a vanagloriarnos de cuanto hacemos o decimos. A esa vana gloria se opone la gloria verdadera de la que habla Jesucristo en esta oración sacerdotal, larguísima plegaria por los suyos al Padre. En el momento en que somos capaces de crear esa fraternidad fundada en Cristo, nos convertimos en testigos fieles; cuando rompemos la unidad por mil razones, somos la caricatura con que el mundo nos desacredita.