Lectura del santo Evangelio según san Juan (10, 22-30)
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
Yo y el Padre somos uno.
La exigencia de los judíos para que Jesús desvele el secreto mesiánico recorre los evangelios. Muchos de los interlocutores del Nazareno no tienen ningún obstáculo en creer en su palabra… si verdaderamente es el enviado que tenía que llegar a Israel. Digamos que querían tener en su mano la carta ganadora. Esa actitud no es exclusiva de aquellos tiempos confusos y la podemos percibir claramente en muchos de nuestros contemporáneos con una fe titubeante o que han dejado enfriar, pero que estarían dispuestos a reavivar… si verdaderamente tuvieran la certeza de la vida eterna que Jesús promete. Claro que eso es lo contrario de la fe. Y aquí se erige la Palabra como revelación de Dios: Jesús va más allá de explicitar el secreto mesiánico que lo tiene a él por el Cristo, y subraya una identidad con el Padre que escandalizaba a sus contemporáneos, pues la palabra blasfemia se queda corta para explicar la repulsión que sentirían por alguien de carne y hueso que se proclamara el mismísimo Dios. Por eso sólo las ovejas de su rebaño, sus discípulos que lo siguen y reconocen su voz, son capaces de entrar en ese misterio enorme de la identidad mesiánica.