Lectura del santo Evangelio según san Juan (12, 44-50)
Jesús gritó diciendo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre».
Yo he venido al mundo como luz.
Así como el capítulo 10 del Evangelio de San Juan, que hemos venido escuchando estos días desde el domingo, gira en torno a la figura del Buen Pastor, el inmediato precedente, esto es el capítulo 9, tiene la luz como motivo central que ahora remacha Jesús en esta sentencia tomada del capítulo 12 que constituye el epílogo de su vida pública, cuajada de prodigios: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas». Hay un combate desigual entre la luz que porta Jesús y las tinieblas de este mundo, como él mismo se encarga de recordar. Pero es desigual porque la luz no parte de ningún hombre, sino del propio Dios creador: no hay más que volver al Génesis para descubrir que la primera jornada se consumió en hacer que surgiera la luz y disipara las tinieblas. Jesús hace especial hincapié en ligar su voz con la del Padre; no habla por cuenta propia sino que revela lo que Dios quiere decirle a los hombres en el momento crucial que se inició con la Encarnación. Y el anuncio de salvación se completa con un vistazo a lo que sucederá a los que no crean en su mensaje: la Palabra los juzgará porque ellos mismos la habrán rechazado antes. Se hace preciso creer en Jesucristo para vivir eternamente en la luz que irradia la gloria de Dios; de lo contrario, lo que aguarda son tinieblas.