Lectura del santo Evangelio según san Juan (11, 19-27)
Muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano.
Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».
Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
En la falsa dicotomía entre la acción y la contemplación, esquemáticamente representadas por Marta y María, se ha tendido a primar la actitud de recogimiento de ésta frente a su hermana. Pero la lectura atenta del pasaje del Evangelio que se nos propone hoy, festividad de los hermanos de Betania, subraya la más conmovedora confesión de fe en el mesianismo de Jesús de todos los personajes que aparecen por las Escrituras. Y está en labios de Marta, tan ajetreada que hemos supuesto que no tenía tiempo de nada más. Erróneamente, hay que decir. Porque reconocer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo es haber descubierto algo sustancial en el camino de la fe. Aunque sea refunfuñando entre calderos porque no la ayuda su hermana. Pero denota en Marta una gracia sobrenatural para haber entrado de forma tan directa y tan sencilla en el secreto mesiánico. Su figura se agiganta con esta profesión de fe espontánea en conversación con Jesús a propósito de la muerte y la resurrección, justo lo nuclear de la fe cristiana. Quiere decirse que la acción o la contemplación son dos caras de la misma moneda que no se entienden la una sin la otra y en la que no hay primacía de una sobre la otra a la hora de entrar en intimidad con el Señor. Este Evangelio debería bastar para desterrar, de una vez para siempre, cierta preeminencia con la que contemplamos uno de los dos caminos que llevan a Dios.