SAN IGNACIO DE LOYOLA, presbítero, memoria obligatoria (B)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo (13, 44-46)

El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.

El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.

Vende todo lo que tiene y compra el campo.

El evangelista sigue reseñando las parábolas del Reino subrayando, sobre todo, la alegría que supone el encuentro con la Palabra, con el Señor de cielo y tierra. Esa circunstancia cambia todo a nuestro alrededor porque cambia la mirada con que contemplamos la vida. De repente, se llena de una alegría desbordante y contagiosa como la que imaginamos que puede inundar a quien ha encontrado un tesoro oculto en el campo o una perla de singular valor. Todo lo vende, todo lo pone al servicio de esa alegría que lo salva de una existencia gris y  monótona. Conviene no olvidar esa felicidad del primer encuentro, de la primera vez que sentimos al Dios vivo a nuestro lado, para rememorarla en los momentos de tristeza y de angustia existencial, cuando nos sentimos solos y apesadumbrados. Quien ha experimentado la íntima satisfacción de encontrarse con el Señor no puede clausurarla sin más, dándose media vuelta e ignorándola sin darle importancia. Eso es lo que le sucedió a San Ignacio de Loyola, cuya festividad celebramos hoy, al que la convalecencia por la herida de guerra le supuso un vuelco en su vida tras descubrir el principio y fundamento de la existencia humana. Nada volvió a ser como era: fundó la Compañía de Jesús y se entregó en cuerpo y alma a anunciar el Reino.

 

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