Si aún no te lo ha anunciado el estallido del azahar y tus sentidos no se han dejado inundar por su fragancia; o si los primeros jazmines aún no florecieron en los parterres enrejados de los vecinos e incluso las florecillas blancas se asoman sobre su aroma y tú aún no te has dado cuenta…
O si acaso, absorto en tus problemas o desatento a los bullicios de quienes te rodean, no has prestado demasiada cuenta a lo que se presiente esta primavera bajo la Luna Llena de Pascua…
Te digo que, en mi corazón de niño, la vocecita de todos los años se va haciendo coro – y pronto será algarabía- para anunciar a voz en grito que el Rabí de Galilea está presto a bajar a nuestra Jerusalén, esa Jerusalén formada por todas las calles y plazas del mundo en las que Jesús de Nazaret, a lomos de un borriquillo, trae la Paz, la Esperanza y el Amor a manos llenas el Domingo más luminoso que se pueda imaginar.
Así que este año he intuido, unas semanas antes, que era tiempo de aprestar lo necesario y, en compañía de mi mujer, acudí a que, en mi Hermandad del Gran Poder, me enseñaran a tañer los registros precisos del alma para, aperando la torpeza de mis manos y la impaciencia de mi carácter, rizar una Palma, una Palma de Domingo de Ramos.
Una palma que es sinónimo de oasis, de venero fresco y umbría amable en los momentos agrestes de la vida. Y también es advocación y prenda de la Madre de Dios a Quien acompaño cada Miércoles Santo.
Con ella, con mi palma, me echaré a los caminos de los calles de Sevilla, que bien podrían ser las encrucijadas de todos los senderos de este mundo para, perdiéndome entre mis hermanos, salir al encuentro del Señor un año más.
Y así, Jesús de Nazaret, me presentaré ante Ti para, aclamándote, pedirte que me concedas humildad y alegría para poder, cuando pueda ser, seguir siendo el chiquillo confiado y soñador que, una vez, la vida me dejó ser.
Me acercaré al borde del camino para, con mi palma, rozar el borde de Tu manto e intuir que conoces mi nombre y que atiendes mi ruego callado de salud para los míos y justicia y paz para todos los hombres y mujeres de la Tierra.
Buscaré hacer coincidir con mis ojos castigados Tu mirada límpida y serena y querré ver en su amorosa transparencia la evocación que quienes ya me faltan (Pepa, Adela, José, Lucrecia, Ofelia, Antonio y tantos ya…) quienes descansan en la eterna placidez de Tu presencia. Bien sé yo que Tu vara y Tu cayado les sosiegan.
Gritaré tu nombre, Jesús, junto a otros miles de gargantas para, sintiéndome uno más, saber encontrarme a mí mismo, ayudar a que todos nos encontremos como hombres y mujeres dignos y responsables, y nos reconozcamos en Ti como auténticos hijos de Dios.
Y, cuando ya pases por mi lado y quede orillado en cualquier esquina, anhelaré secretamente que vuelvas una vez más Tus ojos sobre mí y me concedas verte a Ti en los hermanos y en la familia y descansar en la placidez de Tu bendición el día de mi muerte.
Y todo el año, Señor, quedará colgada en mi balcón la promesa de Tu compaña y la certeza de Tu Presencia: que yo te vi pasar, en trote fugaz pero eterno, sonriendo la ocurrencia del chiquillo que fui y del hombre que no pude o no supe ser.
Por eso, Señor, una vez caída la noche y tejida mi palma rizada, me presenté ante Ti en la Basílica y, en compañía de la madre de mis hijos, musité una oración por mi familia y dejé escapar este grito de silencio en lo más profundo del corazón: “¡Mira, Señor, lo que he tejido para Ti, para salir a recibirte la mañana del Domingo de Ramos!”.