Si algo caracteriza al papa Francisco es su inmenso amor a los enfermos, su humanidad para acercarse a ellos como iguales, sin dañarles, sin que se sientan cohibidos ante su presencia, comprendiéndolos en sus circunstancias, envolviéndolos con su ternura, adivinando el sufrimiento que encierran sus gestos, el dolor aprisionado en la mirada, en sus manos, en un rostro quizás ajado por las lágrimas… Para ponerse en el lugar del que sufre, y no de forma teórica, como mínimo es preciso tener sensibilidad y tacto, no juzgar, no exigir más de lo que ya está dando porque el enfermo es un maestro. Se ha doctorado en las lides de la paciencia, sea debido a que no tiene otra opción, pero también porque la subsistencia cotidiana con problemas físicos a los que se añaden tantos otros de diversa índole requiere un esfuerzo ímprobo. La vida se ve de otro modo con las gafas de la enfermedad, secuelas de graves accidentes, discapacidades, diagnósticos funestos inesperados, la pérdida de tantas cosas… Eso no se conoce hasta que no se experimenta en carne propia.
Como a gran parte del mundo, en 2013 me conmovió ese imponente abrazo que Francisco dio al enfermo Vinicio Riva, y en el que se encerraba tanta riqueza. Ya entonces me pregunté, ¿qué vio éste en el Papa para echarse en sus brazos? ¿Qué le hizo creer que él lo estrecharía como se hace con un hijo querido? ¿Qué resortes tendría para olvidarse de todo lo que le rodeaba, no pensar que su rostro terriblemente desfigurado por la lesión de von Recklinghausen iba a ser multiplicado hasta la saciedad en todos los medios de comunicación? No hubo ni pudor por parte de Vinicio, ni premeditación en ambos: Pontífice y él. Fue un instante en el que dos corazones latían a la par. Cada uno veía en el otro el rostro de Cristo. Nada más hermoso. El evangelio hecho vida. La misericordia, la atención exquisita, la suprema delicadeza, el cariño, la gratitud… todo estaba presente entre dos seres cuyo vínculo se había producido de antemano. En el caso del Sumo Pontífice porque ama a todos en Cristo y no es indiferente ante el sufrimiento. En sus mensajes no dirige a los enfermos palabras que no vive. En el de Vinicio porque debió experimentar un anhelo irrefrenable de estar lo más cerca posible de quien representa a Cristo en la tierra. Una forma de anticiparse a ese instante supremo en el que iba a encontrarse para siempre con Él, hecho que ha sucedido en los primeros días de este año 2024. ¡Quién podría consolarlo mejor que el Papa! ¡De quién, en este mundo, podría recibir tanta esperanza, confirmación en su fe!
Indudablemente, la belleza que contemplaba Francisco en Vinicio no se hallaba en los pliegues de un rostro ya irreconocible. El amor no se improvisa, no teme, no hay titubeo, y cuando se padecen determinadas enfermedades tampoco hay aversión; no existen prudencias hacia la propia salud… De hecho, a Vinicio le llamó la atención ver que el Papa lo había tomado en sus brazos sin dudarlo, desconociendo que su enfermedad no es contagiosa y, por tanto, sin temor a contraerla. Frente a una persona que sufre sólo cabe la piedad, la compasión, saber que se está frente a un elegido de Dios que posee una herramienta que le hermana a Cristo, y con la que puede hacer un inmenso bien a los demás. Así lo vivieron santos como Francisco de Asís, Catalina de Siena, Damián de Molokai y otros muchos: traspasando barreras humanas para adentrarse en las entrañas de nuestro Padre celestial. Por eso, no hubo repugnancia o aversión hacia los leprosos ni a las excreciones que supuraban. Un lenguaje que el mundo desconoce, que causa estupefacción, pero que es también abecedario del papa Francisco quien al acoger a Vinicio dio una sublime lección de hondísimo contenido en la que sobresale el respeto y estima debido a los enfermos; es manifestación de la caridad genuina.
Ninguna instantánea podrá captar jamás lo que se experimenta viendo a alguien que sufre con el peso de la impotencia cuando nada puede hacerse humanamente para remediarlo. Un abrazo como el que Vinicio recibió del Pontífice, sin duda le habrá alentado día tras día en su particular calvario hasta que se ha producido su tránsito porque en él comprendería todo lo que debía saber para proseguir su tortuoso y, a la vez, esperanzador camino. Ahora descansa en paz y para siempre.
Isabel Orellana Vilches