¿Para qué sirve rezar?
¿Para qué sirve la oración? ¿Realmente es necesaria para la vida? Y si yo no rezo, ¿va a pasar algo malo o no va a cambiar nada?
Previa a la respuesta, es necesaria una aclaración sobre el significado de la pregunta. El “para qué” puede significar varias cosas, y no es lo mismo que quiera decir qué sentido tiene, o que se pregunte por su utilidad inmediata. Si lo único que se buscase fuera solamente esta última, de un modo consciente o inconsciente estaríamos ante un intento de utilizar a Dios para nuestros fines, y no debería sorprender que Dios no se preste a ese juego. Dios no es el genio de la lámpara.
Si leemos el Evangelio, encontraremos multitud de exhortaciones a la oración. Un buen ejemplo es la primera mitad del capítulo 11 de San Lucas, pero se podrían mencionar muchos más textos. Es interesante notar que Jesucristo no insiste tanto en la obligación de la oración como en su necesidad.
Una primera aproximación a la respuesta –necesariamente esquematizada, pues el tema da para todo un tratado- solicitada puede hacerse teniendo en cuenta los cuatro “tipos” de oración. Así encontramos que la oración sirve a cuatro propósitos:
– Adoración. Reconocer a Dios y su soberanía es algo reconocido desde siempre por todas las religiones.
– Agradecimiento. Está estrechamente unida a la anterior. En justicia no podemos devolverle lo que nos ha dado –que es todo, empezando por la vida misma-, pero sí podemos y debemos agradecérselo, máxime cuando por la fe y la esperanza sabemos que nos prepara una vida eterna gloriosa.
– Contrición. El hijo pródigo de la parábola volvió a casa diciendo que había pecado “contra el cielo y contra ti”. “El cielo” era uno de los múltiples términos con que los judíos se referían a Dios. Se pone en primer lugar porque el pecado es siempre una ofensa a Dios. El arrepentimiento del pecado –del que, de una forma u otra, más o menos grave, no nos libramos ninguno-, la contrición, cuando es sincera se dirige a Dios, y se traduce entonces en una oración de contrición.
– Petición. Es la más frecuentemente mencionada en el Evangelio, y a la vez la más problemática de explicar, pues es evidente que no siempre conseguimos lo que pedimos. Aquí hay que tener en cuenta que el orden de valores de Dios frecuentemente no coincide con el nuestro. Nosotros muchas veces queremos –y pedimos- una vida tranquila y próspera; Dios lo que quiere en primer lugar es nuestra salvación. Y en lo que toca más directamente a la salvación es donde se puede ver con más claridad la eficacia de la oración… y las consecuencias de su descuido. Un excelente ejemplo son las palabras de Cristo en el huerto de los olivos: orad para que no caigáis en la tentación. La historia de las negaciones de Pedro habría sido más que probablemente distinta si hubiera cumplido la petición del Señor en vez de dormirse. De todas formas, otro requisito de la buena oración es que sea perseverante, y por eso Dios quiere ver nuestra perseverancia en la oración antes de cumplir lo pedido. ¿Y hasta entonces no hace nada? Pues sí que hace: da la ayuda necesaria para esa perseverancia, que no es poco.
Sin embargo, no está dicho todo. El evangelio nos trae el modelo de oración: el Padrenuestro, pronunciado por Cristo en persona cuando le piden que les enseñe a orar. Las dos primeras palabras traen la diferencia. En Jesucristo Dios nos hace sus hijos, de modo que a partir de ese momento la oración que pide y enseña no es la que se dirige a Dios como creador, como omnipotente y como juez (aunque todo esto se incluye), sino la que se dirige a Dios como Padre. En el huerto de los olivos se nos muestra algo de la oración del Señor. Se dirige a Dios Padre como Abbá, Padre. Ese Abbá es el equivalente a nuestro papá, y no es fácil para un cristiano entender hasta qué punto ese tratamiento sonaba escandaloso en los oídos judíos, sobre todo fariseos.
Así, la oración se ha convertido en una conversación filial de quien ha sido adoptado en la mismísima familia divina. Como sucede en este mundo, donde entablar conversación es el preludio y la consecuencia de la amistad, la oración está llamada a ser diálogo con Dios, donde se forja la principal de las virtudes: la caridad, verdadera amistad con Dios, que se convierte así en el ser amado sobre todas las cosas. Diálogo donde se entrecruza lo de uno y lo de otro, las “cosas” de Dios y nuestra vida. A primera vista, esto podría parecer imposible. Lo sería sin la ayuda divina, pero la gracia de Dios no falta para hacerlo posible. La vida de los santos está cuajada de esa intimidad con Dios, aunque no hayan faltado periodos de oscuridad y de prueba. Además, así como el amor de Dios conlleva el amor al prójimo –es, o está llamado a ser, hijo de Dios-, también la oración se extiende a pedir por los demás, vivos o difuntos.
Con lo dicho se pueden responder brevemente las otras dos preguntas referentes a la oración. ¿Es realmente necesaria para la vida? Pues depende de qué vida estemos hablando, De entrada, para la vida eterna –para alcanzarla- sí lo es. En cuanto a la vida en este mundo, dependerá de qué vida queramos tener. Si buscamos una vida digna y virtuosa, hay que concluir que sí hace falta, pues el hombre por sus propias fuerzas no lo consigue. Si es otro tipo de vida… pues quizás no. Y con esto se contesta la pregunta restante: ¿pasa algo si no rezo? Ya se ha dicho lo que se obtiene, y por ello de lo que se carece si no se reza.