Aunque el acto de perdón gravita sobre un hecho esencial que se verá más adelante, llevados por seguridades que no resisten una rigurosa reflexión, hay quienes afirman que perdonan, pero no olvidan. En el extremo opuesto, otros parecen estar convencidos de que son ellos quienes eligen perdonar, aunque hayan sido víctimas de gravísimos ataques. Una gran mayoría tiene claro que sería incapaz de tender la mano al ofensor de no haber un resorte interior que le induzca a ello. Y muy pocos perdonan de corazón, de tal modo que ni siquiera aluden al olvido porque el acto de generosidad que han realizado los ha desligado de la ofensa.
Todos estos casos, y otros muchos que podríamos señalar nacidos del resentimiento, de una falta de diálogo y de elemental comprensión, ascendiendo en la escala de atropellos y de las pasiones que suscitan, exigen detenerse a pensar en este acto, que en Cristo fue supremo cuando perdonó a sus verdugos hallándose en la cruz, acto que había enseñado en su vida pública eliminando toda casuística cuando dijo que había que perdonar siempre, traducción de setenta veces siete, lo que significa que no hay absolutamente nada que en términos evangélicos quede fuera de esta acción caritativa.
Dice el papa Francisco que “El perdón es condición para entrar en el cielo”. Incluso para un no creyente, es necesario perdonar. No existe felicidad, y eso lo sabemos por experiencia, cuando el corazón alberga rencores. La desunión entre las familias, las reyertas, las acusaciones, el recuerdo revivido una y otra vez cuando se rememoran los hechos que han causado dolor, y que son potenciados de esta forma, aniquilan la paz. Es imposible que alguien pueda afirmar que con ese peso enorme en su interior vive feliz, porque las heridas abiertas han de sanarse, de lo contrario se extienden irremisiblemente pasando de padres a hijos en el caso de las familias, o en los ámbitos donde se haya creado la ruptura.
La oración es un antídoto del resentimiento. Pero cabe preguntarse, ¿no se puede perdonar si no se hace oración? Sí, se puede. Es una gracia que han recibido personas que reconocen estar alejadas de la fe. Hay quien ha perdonado a sus verdugos para no dejarse atrapar por el odio, porque ata. Es decir, que al perdonar se libera de quienes le hicieron un daño atroz y de ese modo se es feliz.
Cabe preguntarse ahora: ¿Pero por qué se puede perdonar sin orar? Todos, sin excepción, hemos sido creados por Dios, libremente y por amor. Estamos constituidos para aspirar a lo más alto, aunque si degradamos esa potencialidad que tenemos de amar por culpa de nuestro egoísmo, actuaremos mal. Si se puede perdonar es porque Dios nos ha creado con esa capacidad, aunque el primer paso es querer hacerlo. Poder perdonar es un don. Queda claro que actúa la gracia cuando lo que hay que perdonar son hechos de una violencia inusitada. Por ejemplo, asesinatos de miembros de la propia familia o atentados contra uno mismo. Y esta bendición se da en la realidad. Padres o madres que han acogido a los asesinos de sus hijos como si fueran propios. O los mártires por odio a la fe católica que perdonaron a quienes les ajusticiaban. Aquí no existe solamente voluntad de perdonar. Y, de todos modos, si uno ve que no posee esta capacidad, tiene que pedirla. Y hacerlo con fe, y de manera insistente, sin cansarse, porque se le concederá.
¿Es un perdón completo cuando el objetivo es liberarse del odio nada más? El perdón completo, a mi modo de ver, llega cuando además de haber perdonado liberándose de ataduras, uno no se olvida del autor del mal. Y reza por él, para que se convierta, para que no se hunda en el infierno cuando abandone este mundo si es que ha cometido crímenes horribles. Se reza para que se conviertan en hombres o mujeres de bien. Es entonces cuando claramente se devuelve bien por mal, tal como dice el evangelio. Creo que aquí está la fuerza de la oración. Porque la persona orante consigue que Dios cambie su corazón y el de quienes le ofendieron gravemente.
Esta es la gran diferencia entre quien perdona sin orar pensando en un bienestar psicológico propio (lo cual no resta el valor del perdón, por supuesto), y de quien lo hace orando, llevado de su fe, teniendo presente el ejemplo de Cristo, lo cual revierte en profundos beneficios para los que hicieron el mal. Les cambia la vida. Repito, el perdón sin oración simplemente queda de la parte del que perdona. Podríamos decir que se crea un muro infranqueable con el que hizo el mal. Se beneficia el que perdona despreocupándose del otro. Sin embargo, el perdón que brota de la oración tiene en cuenta la salvación del autor del daño.
Hay muchos testimonios de personas que han dado un vuelco capital a su vida cuando otras oraron por ellas perdonándolas. Al sentirse acogidas con amor, aprendieron a perdonarse a sí mismas, porque cuando uno se da cuenta de la gravedad de lo que ha hecho, tiene que reconciliarse consigo como paso previo para acoger el abrazo, la misericordia y piedad de los demás. No olvidemos que en el Padrenuestro el perdón que pedimos está condicionado al nuestro hacia los demás. Y es que realmente cada uno de nosotros también está siendo perdonado por otras personas.
Así pues, tal como plantea Fernando Rielo, fundador de los misioneros identes:
Si Cristo dice: «Todos los pecados
contra mí te son perdonados».
Entonces…
¿a qué esperas
para seguir su camino?
Isabel Orellana Vilches