Perdona nuestras ofensas. Audiencia General día 10 de abril de 2019

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días! ¡El día no es muy hermoso pero buenos días igual!

Después de haber pedido a Dios el pan de cada día, la oración del Padre Nuestro entra en el campo de nuestras relaciones con los demás. Y Jesús aquí enseña a pedirle al Padre: perdona nuestras ofensas, como nosotros se los perdonamos a quienes nos ofenden” (MT 6, 12) Como tenemos necesidad del pan, así tenemos necesidad del perdón. Y esto, cada día.

El cristiano que reza pide a dios que sean perdonadas sus ofensas, esto es, sus pecados, las cosas feas que hace. Esta es la primera verdad de cada oración: aunque fueramos personas perfectas, aunque fuéramos santos cristalinos que nunca nos desviamos de una vida de bien, siempre somos los hijos que le deben todo al Padre. ¿Cuál es la actitud más peligrosa de toda vida cristiana? El orgullo. La actitud de quien se pone delante de dios pensando siempre que tiene las cuentas en orden con Él: el orgulloso creo que lo tiene todo en su lugar. Como aquel fariseo de la parábola, que en el templo piensa en rezar pero en realidad se alaba a sí mismo delante de Dios: “ Te agradezco, Señor, porque  no soy como los demás”. Y la gente que se siente perfecta, que critica a los otros, es gente orgullosa. Nadie de nosotros es perfecto, nadie. Al contrario el publicano, que estaba detrás en el templo, un pecador despreciado por todos, se acerca al umbral del templo, no se siente digno de entrar, y se fía de la misericordia de Dios. Y Jesús comenta: “este, a diferencia del otro, volvió a su casa justificado” (Lc 18, 14), por esto perdonado, salvado. ¿Por qué? Porque no era orgulloso, porche reconocía sus límites y sus pecados.

Hay pecados que se ven y pecados y que no se ven. Hay pecados escandalosos, que hacen ruido per también hay pecados tortuosos, que se anidan en el corazón sin que tomemos conciencia. El pero de esto es la soberbia que pude contagiarse también a las personas que viven una vida religiosa intensa. Había una vez un convento de hermanas, en el año 166-1700, famoso, al templo de jansenismo: eran perfectísimas y se decía de ellas que fueron purísimas como los ángeles, pero soberbias como los demonios. Es una cosa fea. El pecado divide la fraternidad, el pecado que hace presumir de ser mejores que los demás, el pecado que hace creer que somos semejantes a Dios.

Y en cambio  delante de Dios somos todos pecadores y tenemos motivos para golpearnos el pecho- ¡Todos!- como aquel publicano en el templo. San Juan , en su primera carta, escribe: “ si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (Ju 1, 8). Si quieres engañarte a ti mismo, di que no tienes pecado: así te estás engañando.

Somos deudores porque en esta vida hemos recibido mucho: la existencia, un padre y una madre, la amistad, las maravillas del creador… Incluso si sucede que hay que atravesar días difíciles, debemos siempre recordar que la vida es una gracia, y el milagro que Dios ha sacado de la nada.

En segundo lugar, somos deudores porque, aunque consigamos amar, ninguno de nosotros es capaz de hacerlo con solo sus fuerzas. El amor es verdadero cuando podemos amar, pero con la gracia de Dios. Ninguno de nosotros brilla con luz propia. Es aquello que los teólogos antiguos llamaban un “mysterium lunae” no solo en la indentidad de la Iglesia, pero también en la historia de cada uno de nosotros. ¿Qué significa esto de “mysterium lunae”? Que es como la luna, que no tiene luz propia: refleja la luz del sol. Tampoco nosotros tenemos luz propia: la luz que tenemos es un reflejo de la gracia de Dios, de la luz de Dios. Si amas es porque alguien, fuera de ti, te ha sonreído cuando eras un niño, enseñándote a responder con una sonrisa. Si amas es porque alguien a tu lado te ha revelado el amor, haciéndote comprender como reside en esto el sentido de la existencia.

Probemos a escuchar la historia de alguna persona que se ha equivocado: un encarcelado, un condenado, un drogadicto… conocemos a mucha gente que se equivoca en la vida. A salvo la responsabilidad, que es siempre personal, te preguntas alguna vez quien debe ser culpado de sus equivocaciones, si solo su consciencia o la historia de odio y de abandono que cada uno lleva detrás.

Y esto es el misterio de la luna: amamos porque hemos sido amados, perdonamos porque hemos sido perdonados. Y si alguno no ha sido iluminado con la luz del sol, se vuelve frío como el terreno en invierno.

¿Cómo no reconocer, en la cadena de amor que precede a esto, también la presencia providente del amor de Dios? Nadie de nosotros ama tanto como Dios nos ha amado. Basta ponerse delante de un crucifijo para ver la desproporción: Él nos ha amado y siempre nos ama primero.

Recemos entonces: Señor, también el más santo entre nosotros no cesa de ser tu deudor. ¡Oh Padre, ten piedad de todos nosotros!

 

Traducción: Delegación Diocesana de Medios, Sevilla

 

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