Querido Javier:
Cuando llegaste a Constantina hace poco menos de dos años, como habías hecho en cada uno de tus numerosos destinos en Italia, Francia, Alemania, Turquía, España… abriste tus brazos a las buenas gentes de esta localidad, y ellas te envolvieron en lienzos de ternura. Apenas te fuiste al seno de nuestro Padre Celestial y ya te echábamos todos de menos. María, bajo la advocación de la Virgen del Rosario, el pasado 7 de octubre te condujo al cielo, donde por la fe creemos estás, justamente el día de la onomástica de tu madre biológica. No es casualidad, ¿verdad?
La tomaste como Madre cuando a la edad de dos años la tuya se fue de esta tierra, habiendo dejado grabado dentro de tu ser el trazo profundo y generoso de un poderoso anhelo, que ya en su vientre debiste sentir: ¡Ser sacerdote! Se cumplió este sueño que hiciste tuyo y María, tu Madre amantísima, te llevó de su mano siempre, siempre… También fue Ella bajo la advocación de la Virgen del Robledo tu inspiración y tu protectora cuando, bajo el puñal de dos terribles enfermedades que se cruzaron en tu vida disputándosela a porfía, a mediados de junio del año 2023 corriste por las veredas de la hermosísima Sierra Norte con un ramo de flores en tus manos para entregárselo. Todos los medios disponibles puestos en marcha para hallarte, tras horas de búsqueda y oraciones dieron resultado y te encontraron a bastantes kilómetros de distancia con tu eterna sonrisa en el rostro, sin sorpresa, sin temor alguno, con la inocencia de un recién nacido que muestra su gozo bajo los mimos familiares… Nadie más que tú lo sabía, pero después lo recordaste en esa penumbra de la memoria que ya formaba parte de tus jornadas, pero que jamás extendió su velo por completo, especialmente cuando se trataba de Ella. Contaste que aquel día del estío tuviste como una fuerte impresión de que la Reina y Patrona de Constantina te llamaba a su lado; ibas, así lo creíste, en pos de la romería, en la que ya habías participado, porque esa fe del pueblo que canta y reza a la Madre del cielo transportándola desde su ermita o conduciéndola de vuelta a la misma no se te olvidó.
Desde ese momento en el que te adentraste en la espesura de la sierra tu nombre fue eco que se reprodujo cariñosamente de esquina en esquina; ya no se olvidarían de ti. Menos aún quienes te conocieron personalmente. Los que acudían al monasterio La victoria de San José, donde convivías con la comunidad idente, al templo donde concelebrabas la Santa Misa, los que atendías en el confesionario, o te veían por el centro de la localidad… Como todos tus hermanos y hermanas, misioneros identes repartidos por el mundo, todos ellos tampoco olvidarían tu perenne sonrisa.
Sí, Javier. Ni tu doble doctorado, ni tu gran voz —como buen navarro—, maestría en el órgano, tu vena poética, tu creatividad, o cuantas obras has realizado por Cristo en tus muchas misiones apostólicas, siempre con fe y sin desfallecer, siendo un eficaz organizador, ha sido destacado tanto por quienes te hemos conocido como tu imborrable sonrisa. ¿Por qué? Porque ella es la síntesis de la caridad que habitaba en tu interior. Ya se sabe que “un santo triste es un triste santo”. No tuviste que esforzarte nunca para acercarte a los demás con el rostro radiante, lleno de amabilidad. Naciste con esa virtud. No precisaste un espejo como hizo ese santo que nuestro fundador Fernando Rielo nos puso alguna vez como ejemplo. Santo que al saber el temor que infundía en derredor su gesto adusto, aunque no siempre fuese crispado, se esforzó día tras día hasta que aprendió a sonreír. Y no desistió de su empeño, aunque primeramente lo único que esbozaba era una especie de mueca. Sabía que la voluntad de agradar a los demás era más fuerte que todo y con la gracia lo consiguió. Pero ese testimonio no lo precisaste. Tus ojos, que no solamente tus labios, sonreían en cualquier situación y circunstancia. Y así ha sido hasta el fin de tus días.
Ahora ya habrás constatado el bien que tu expresión sonriente ha hecho en numerosas personas a tu paso por este mundo porque con ella te ganabas la confianza, te hacías acreedor de la verdadera amistad, sabías conciliar a los enemistados, abordar inteligentemente los problemas, suavizar las aristas de la convivencia, conferir paz… Ese es el valor taumatúrgico, sanante, de tu sonrisa. Has sido un misionero lleno de ardor apostólico y hasta exhalar el último aliento, sin haberte quejado de nada, aunque motivos tuviste para ello, seguiste orando y elevando tu voz al tiempo que nos conmovías a todos. Así te ha sorprendido el final en la tierra, inicio de esa eternidad por la que has vivido y luchado gozosamente. Ya descansas en paz y medias por cada uno de nosotros. Un beso al cielo, querido hermano.
Isabel Orellana Vilches