Es preocupante lo que se da en grandes sectores de nuestra sociedad: el hastío de la vida, la soledad, el vacío, la tristeza… con el sufrimiento que ello lleva anejo, lo cual se evidencia en muchas personas de todas las edades. Las redes sociales son un mosaico de sinsabores, por más que se disfracen con una felicidad prefabricada que se obtiene con likes, con la profusión de imágenes capturadas en múltiples actividades: viajes, moda… Tendencias, costumbres, o preferencias de cada uno con las cuales algunos a través de sus cuentas en distintas plataformas se proponen apropiarse de la voluntad ajena y hacerlos séquito de su reinado digital. Que adopten criterios, conductas, y sus formas de ver y afrontar la vida, entre otras. Éxitos efímeros que ni a ellos mismos les proporcionan la felicidad que seguramente persiguen. Y que conste que todo, bien ordenado, no excluye la alegría.
Pero me parece incongruente buscar ese bienestar, al cual todo ser humano tiene derecho, huyendo de la vía que reporta la máxima dicha a la que es posible aspirar en este mundo: ¡Dios! Es una contradicción y un sin sentido que se persiga en lo terrenal lo que desaparece en un suspiro, máxime si recordamos que estamos aquí de paso. Además, esa emoción experimentada en un momento dado no se mantiene en el tiempo con la misma intensidad y matiz. Se diluye enseguida y hasta desaparece de un plumazo cuando se entrecruza un hecho inesperado, en particular si es preocupante y reviste cierta gravedad.
Pero así se amasa esta sociedad: alimentándose de lo perecedero, haciendo dioses de lo que no es Dios.
El caso opuesto y exitoso en lo que concierne a la obtención de una felicidad perdurable es el de los santos. Todos ellos, con independencia de razas, edades, condiciones, cultura, la han conseguido. Y si examinamos sus biografías, muchos tuvieron una existencia oculta, una gran parte de los mismos fueron maltratados, perseguidos, abandonados a su suerte… Sufrieron en soledad, desamparados incluso por sus propios hermanos de comunidad, negados y perseguidos por sus familias, repudiados dentro de la Iglesia, vituperados de miles formas distintas… y, en cambio, no aspiraban más que a proceder de tal modo y con tanta fidelidad al Evangelio que fuesen testigos auténticos de Cristo. ¿Es sorprendente, verdad? ¿Cómo es posible que entre tantas situaciones de esta naturaleza se obtenga la felicidad, que se viva con alegría? Porque todo lo que soportaron y lo que hicieron fue buscando la gloria divina; no la propia. En ello radica la auténtica felicidad, que no es de este mundo. San Pablo se expresaba así: «… he aprendido a hacer frente a cualquier situación. Yo sé vivir tanto en las privaciones como en la abundancia; estoy hecho absolutamente a todo, a la saciedad como al hambre, a tener sobra como a no tener nada. Yo lo puedo todo en aquel que me conforta». (Flp 4, 11-13). Y a los Tesalonicenses les pedía: «Estad siempre alegres» (1 Tes 5, 16). Pero el frontispicio de la felicidad lo tenemos en las Bienaventuranzas. El Sermón de la Montaña, que le conmovió profundamente a Gandhi, es la guía perfecta para alcanzar la verdadera felicidad.
Concluyendo, ¿cuál es el fruto de una vida con Dios y de una vida sin Dios? San Pablo lo recuerda: «… amor, alegría, paz…» (Gal 5, 22-23). Y los opuestos, propios de quien da la espalda a Dios, según el Apóstol: «enemistades, pleitos, celos, iras, envidias, críticas…». (Gal 5, 19-21), lo que se traduce en que así es imposible ser feliz, a menos que se elija seguir a Dios, porque la santidad, llamamiento universal realizado por Él al género humano, es factible para todos.
Isabel Orellana Vilches