Desde el 13 de marzo de 2013, fecha en la que se inició el pontificado de Francisco, las expectativas surgidas especialmente en los que tanto denostaron al papa Benedicto XVI, se han desmoronado. Ese entusiasmo primero, visto ahora retrospectivamente, tenía los pies de barro, como todo lo que generan ideas preconcebidas. Pronto las críticas hicieron acto de presencia cuestionando las decisiones que tomaba, además de algunos de sus textos y palabras. De tal modo que el elemental sentido del respeto, el honor, y gratitud por una vida que se ofrece cotidianamente sin descanso, cumpliendo la altísima y dolorosa misión que recae sobre sus hombros, y ya en medio de avanzada edad, actualmente hay quienes lo han echado por la borda.
El acoso y afán de derribo viene acompañado de gravísimas ofensas. Claramente se aprecia en diversos foros un airado tono verbal hacia el Santo Padre que estremece; está sometido a constante descalificación, puesta en entredicho su autoridad. Se lesiona su imagen en tal grado que remite a ese otro tiempo en el que ya san Pablo VI apreció que «por alguna grieta» había «entrado el humo de Satanás en la Iglesia». Ha pasado medio siglo de esta observación y en estos tiempos han aumentado los detractores mostrando que es mucho más que una grieta por la que ha penetrado este despropósito alentado desde diversas esferas. Se han derribado límites que jamás debieron haberse sobrepasado. Lo triste, lo preocupante, es que, en gran medida, el atentado contra la unidad de la Iglesia que representa Pedro, que ese es Francisco, proceda de quienes se dicen creyentes.
Los medios que tenemos al alcance magnifican opiniones malsanas, olvidando que es el Espíritu Santo quien designa al Vicario de Cristo en la tierra por el bien de la Iglesia que somos cada uno de los bautizados. Por eso, tratar de suplantar a la tercera Persona de la Santísima Trinidad es una temeridad, y sólo la misericordia divina puede librarnos de las consecuencias que acarrea sembrar escándalos. A un reino dividido ya sabemos qué fin le espera.
«Por sus frutos los conoceréis» (Mt, 7, 16), dice Cristo. Mientras siguen azuzándole, el Papa, que no se ha bajado de la cruz ni un segundo, no titubea en las decisiones que ha de tomar. Y sigue día tras día dándonos lecciones de fe, de esperanza y de caridad, con la sonrisa en los labios, además de gran templanza. En este contexto se entiende su comentario acerca de las críticas que recibe, de las que ha dicho proceden de «grupos ideológicos» y por supuesto no teme por el futuro de la Iglesia, fundada por Cristo. Tranquiliza a todos recordando que siempre ha habido en la historia de la misma «pequeños grupos con ideas de tipo cismático». En todo caso, al ser un hombre de oración está claro que encarna lo que dice el Salmo 55: «En Dios, cuya promesa alabo, en el Señor, cuya promesa alabo, en Dios confío y no temo; ¿qué podrá hacerme un hombre?».
Tendríamos que estar dando gracias continuamente a la Santísima Trinidad por haberlo puesto en nuestro camino. Acompaña al Santo Padre la bienaventuranza proclamada por Cristo que legitima su elección, que subraya su autenticidad como discípulo suyo: «Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 11-12).
Como nos pide cada día, oremos por él.
Isabel Orellana Vilches