“Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.” S. Lucas 24,13-35
Este pasaje de los discípulos de Emaús lo he leído y escuchado tantas veces que siempre le encuentro algo nuevo. Me sorprende al leerlo la cercanía de Cristo; su humanidad, aunque resucitada y gloriosa, no deja de ser precisamente eso: humana.
Esta lección de humanidad se la enseña a los discípulos a través de un trozo de pan y me la enseña a mí también. En ese clima íntimo, familiar de una cena, en ese `partir el pan´ reconocieron los dos discípulos que era el Señor. Cuando ya te han reconocido, desapareces, dejando tras de ti la huella de tu presencia: el fuego de tu amor en el corazón de los discípulos y en el pan partido sobre la mesa.
El camino de Emaús nos anunciaba ya la continuidad ininterrumpida de su presencia en la Palabra y en la Eucaristía. Cuánto tiempo estarían “los de Emaús” contemplando el pan partido en la mesa y adorándote; tu dulce presencia, tan humana tras caminar contigo. Ante ese pan partido brotaría una silenciosa confesión de fe y amor: “¡Es el Señor!” Cristo es el que sale a nuestro encuentro, “se hace el encontradizo”, antes de que le pidamos que se quede junto a nosotros. Él siempre está a la puerta y llama. Pero el que yo le abra la puerta es una decisión que sólo yo puedo tomar. Él conoce las necesidades de mi corazón. El que mejor las conoce. Pero es un caballero y como tal respeta mi libertad.
Quédate conmigo Señor; sé que estás presente en la Eucaristía, pero hazme ver la trascendencia de ello cada día.