Yo era un cristiano social. O ni siquiera eso. Recuerdo una vez, cuando mi hija pequeña se estaba preparando para la primera comunión, que me preguntó por qué la acompañaba a misa pero no comulgaba nunca. «Touché». Esas preguntas sencillas son las que te desarman. Supongo que no me sentía en comunión perfecta con la Iglesia, lo que proclama su doctrina o la asamblea de sus fieles. Pero cualquier respuesta que se te ocurra te deja desairado, que es justo como yo me quedé.
Había sido catequista de joven y me casé por la Iglesia, pero mi vida espiritual -alejada del calor de una comunidad en que vivir y compartir la fe- fue apagándose como una vela a punto de consumirse. El caso es que el ambiente, el dichoso “mainstream”, facilita vivir, si no en la increencia, sí en la más absoluta indiferencia hacia el hecho religioso. La increencia obliga a plantearse cuestiones de fondo, en el límite de la escatología, que demandan una respuesta en un sentido o en otro. No vale hacerse trampas, si uno quiere ser honesto consigo mismo. La indiferencia, sin embargo, juega a su favor con la ventaja de que no hace falta examinar las verdades últimas de la existencia porque basta con dejarse llevar por la vida sin atormentarse por nada. No hace falta ser consecuente, vamos.
Supongo que viví esa etapa y luego, inevitablemente, la del tormento. Ese terrible momento en el que uno se enfrenta a su propia vida, a todo lo que hay en ella o a todo lo que ha dejado de haber. A mí me pasó. Caí en un agujero del que no tenía fuerzas para salir. Llegué a pensar como el salmista intuyó 2.500 años antes que yo que Dios me había vuelto el rostro y ya no salía con mi ejército a la dura batalla cotidiana. Dudé de que existiera. También el pueblo de Israel dudaba por etapas de su Dios, cuando soportaban el cautiverio en Babilonia o no se manifestaba la gloria del Señor ante sus fieles.
Mi estado de mi ánimo no debía de distar mucho del de los israelitas bajo la opresión de Faraón. Hasta que el Señor me rescató y me sacó de Egipto. Sé que es una frase hecha, pero yo la siento mía. Ya había pagado con su muerte, y una muerte de cruz, por mi redención, pero yo sentía que ahora estaba pagando por mi rescate. Vino de la mano de un amigo cura -al que considero tan hermano como el de sangre, nacidos ambos el mismo día para facilitarme la Providencia que no se me olvide felicitarlo en sus respectivos cumpleaños- con el que me confesé después de años sin hacerlo. Yo lloraba. Antes, durante y después de aquella catarsis de la que emergí como un recién nacido, que se tambalea sin afianzar los pasos.
Entonces empecé a frecuentar los sacramentos y volví a la Iglesia. ¿Había vuelto a la fe? Sí, pero el corazón de piedra del que habla Ezequiel todavía no se me había transformado en uno de carne por la acción del agua y del Espíritu. Eso sucedió en el retiro kerigmático. Uno, de entrada, no tiene ni idea qué es el kerigma. Recuerdo que cuando el amigo cura me hablaba de un retiro de primer anuncio, a mí me sonaba algo ofensivo porque estimaba mis conocimientos religiosos en algo más que para el curso introductorio que yo suponía se escondía detrás de tal denominación.
Hubo sus caídas y sus bajadas, por supuesto sus dudas y muchas lágrimas que me purificaron por dentro. Creo porque me encontré de tú a tú con Jesús aquella vez. Y acudía a aquella consolación del alma cada vez que me sentía turbado por algo. Naturalmente, no dije nada de esto a nadie de mi círculo más cercano no fueran a tomarme por iluminado, loco o algo peor: un fanático sectario. Ahora recuerdo aquel tiempo como un desgarro increíble: toda aquella experiencia espiritual de una potencia increíble que yo estaba deseando contar a voz en cuello tenía que ocultarla casi como un secreto. Yo mismo sometía a implacable escrutinio todo cuanto había vivido como si se tratara en realidad de una suerte de sugestión emocional o un arrebato psicológico que pudiera explicar el estado de euforia que suscitó en mí. Pero cuanto más confrontaba con la ciencia y la razón aquella experiencia espiritual profunda, más me convencía de que se trataba de fe auténtica y viva.
Ahora lo cuento y sé que para muchos será una sorpresa. Creo porque Jesús vive y es Señor de mi vida. Aquella prodigiosa epifanía para mí solo -como si todo el poder y la majestad del Altísimo se me hubiera revelado a mí en exclusiva- había trastocado los valores de mi existencia. Yo digo que me sucedió como con esas tablillas con el abecedario con las que se componían los destinos de los vuelos en los aeropuertos antes de los paneles informáticos. Y de repente, giraron las tablillas y las prioridades pasaron a ser otras.
Yo había creído hasta entonces como casi todo el mundo: porque no me había tomado la molestia de descreer. Porque era más cómodo seguir la costumbre familiar o social, porque era lo que se esperaba de mí o cualquier otra razón habitual, pero desde luego, actuaba en mis comportamientos cotidianos como si Dios no existiera.
Estoy tentado de pensar que la evangelización de la cultura a la que llamaba Pablo VI en su “Evangelii Nuntiandi” pasa indefectiblemente por reformular el pensamiento indiferente o alejado “como si” Dios existiera. Y las consecuencias en el plano moral de la asunción de tal posibilidad simplemente como hipótesis de trabajo desencadenaría tal subversión de valores que la conversión generalizada de la sociedad estaría mucho más cerca.
Javier Rubio, 9 de enero de 2018