Plácido Ibáñez es sacerdote jesuita, misionero en Japón Lleva más de 50 años de sacerdocio.
Plácido siempre quiso ser médico, lo que no esperaba es que acabaría siéndolo, pero de almas. Hace ya muchos años que durante unos Ejercicios Espirituales sintió esa llamada de la que tantos sacerdotes y religiosas hablan. “Entonces el apoyo de mi madre fue fundamental”, recuerda. Así que entró en la Compañía de Jesús, concretamente en el Puerto de Santa María.
La mayoría de los bautizados en Japón son adultos bien formados, que han experimentado una conversión muy fuerte
Durante el noviciado les visitó un padre japonés y Plácido quedó prendado de aquel país, “así que escribí una carta para ser misionero”. A los 28 años se cumplió esa inquietud, llegó a Japón y la primera impresión que tuvo fue “que estaba en el mundo del revés”. Narra alegremente varias anécdotas sobre sus inicios en el idioma nipón, su dificultad y los malentendidos que causaba. Todo con una sonrisa entrañable que dibuja pequeñas arrugas en sus ojos. Cincuenta años después, tiene el japonés más que arraigado, tanto que durante nuestra conversación intercala palabras de este idioma sin darse cuenta.
“Mi principal labor durante estos años ha sido el estudio de la Teología de la Vida Religiosa”, explica, y la profundización en la espiritualidad ignaciana. No en vano, ha escrito siete libros sobre este tema y ha dirigido dos centros de espiritualidad en Japón por los que han pasado miles de personas.
Ha regresado a España para despedirse de su familia “porque quiero morir en Japón”
Plácido destaca la profundidad espiritual de los japoneses. “De 126 millones de habitantes, apenas medio millón es católico. Por tanto, la mayoría de los bautizados son adultos bien formados, que han experimentado una conversión muy fuerte”. Pero, señala, “aquí también somos más estrictos, los cristianos japoneses deben formar parte de una comunidad, implicarse, no vale la tibieza”. Igualmente, señala que el papel de la Iglesia Católica en Japón es primordial para los extranjeros que allí residen: “contamos con grupos de religiosos que los atienden y acompañan. A veces somos su única familia”.
Este jesuita es sencillo y alegre, lo apodan “el pequeño” por su baja estatura y a sus 84 años ha regresado a España para despedirse de su familia “porque quiero morir en Japón”. Su fidelidad a Cristo se la debe, dice, al apoyo de la comunidad y a la “fe pura” que demuestran los japoneses, esa misma fe que surge naturalmente entre sus palabras.