La celebración del ‘Día del abuelo’ en un centro escolar me ha traído a la memoria una entrañable película de 2002, Sang Woo y su abuela, cuya protagonista, una anciana encorvada y con bastón, analfabeta y muda, se convertirá en la mejor maestra para su nieto. Sang Woo, que así se llama el pequeño, es un niño de ciudad malcriado y caprichoso. Víctima del consumismo y del frenético ritmo urbano, se verá obligado a pasar dos meses solo con su antagónica abuela en una casa aislada de la montaña, casi primitiva, sin las comodidades básicas como las de un baño o retrete. Y naturalmente sin las facilidades tecnológicas de nuestros días.
Cargado con su maleta de siete años, tristemente vacía de afecto emocional y saturada de limitadas dependencias materiales (juguetes, video juegos, ropa de marca, comida basura…), Sang Woo muestra un comportamiento que casi roza la tiranía: pataletas, reacciones de egoísmo, quejas… “¿Y ahora qué hago sin pilas?”, se lamenta.
Con el sencillo y directo título de “Sang Woo y su abuela”, el filme nos presenta dos generaciones extremas, dos mundos que circulan al principio en direcciones opuestas con más gestos que palabras: ¿quién ganará?, ¿quién demostrará ser más fuerte?, ¿dónde está realmente la fuerza? La respuesta sin voz de una mano arrugada en torno al corazón, será en ocasiones la traducción de un ‘te quiero’; y otras veces de un ‘perdón’.
Para dotar a la cinta de la máxima autenticidad, la directora, Lee Jung Hyang, ha escogido una localización real: la aldea coreana Young-dong, habitada por ocho familias, incluida la protagonista que, por cierto, nunca había visto una proyección cinematográfica. El paisaje se convierte así en trasunto de las relaciones humanas que vertebran la película. La naturaleza salvaje y el difícil acceso al hogar serán el reflejo físico del íntimo esfuerzo de la abuela para llegar al corazón del pequeño. Pendientes, señales de espera, atajos pedregosos, caídas…; planos largos, ritmo pausado… Es el peso del tiempo, el aburrimiento de Sang Woo y el arduo caminar. Pero también la infinita paciencia de una mujer sabia que, pese a su avanzada edad y su extrema pobreza, se entrega sin límites y resiste con calma.
Una vez más, el viaje como enseñanza. Un camino de ida, con las huellas de los conflictos familiares y de una educación deficiente. Y el camino de vuelta, tremendamente positivo, con el regalo de un niño que ha aprendido lo que es la compasión, la generosidad, el respeto y la gratitud.
Encarnación Ramírez