Betania dista de Jerusalén como tres kilómetros, dice la Escritura, que también añade que «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11, 5). Difícil y honda papeleta ésta, la de la amistad con el Maestro, que venía de tiempo atrás, de las idas y venidas en estos tres años de Galilea a Samaría y a Judea, de tantas comidas y confidencias, que habían hecho del afecto y del cariño una cuerda que ata y entrelaza sus corazones de judíos piadosos con Jesús de Nazaret.
Ahora en este sabbath que comienza, solos y abatidos como estamos los tres hermanos, tras el drama que hemos vivido en Jerusalén, en esta Betania vacía, pues todos los vecinos están en la ciudad celebrando la fiesta, pero nosotros nos hemos vuelto, porque era muy duro permanecer allí con la sangre aún caliente de Jesús y su cuerpo frío dormido en la roca, recuerdo lo vivido en estos últimos días, desde que desde aquí, de Betania, partió para celebrar su última Pascua, y puedo decir que empezó todo…
Mi hermano Lázaro piensa que su vuelta a la vida le ha servido de muy poco para volver a estar con el Rabí, porque al poco tiempo nos lo han arrebatado; o ¿quizás fuese aquel “despertarle después de estar dormido” (cf. Jn 11,11) un motivo más, quizás la última gota que colmara el vaso, para que la sospecha de los dirigentes judíos hacia Jesús creciera hasta decidir que había que darle muerte.
La verdad es que desde entonces, desde aquellos días en que estuvo aquí con nosotros y le dije a las claras: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27), todo se complicó bastante y la vida se aceleró en esta pequeña aldea.
Muchos vecinos y curiosos «al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45), y mientras Jesús proseguía su camino hacia el Padre, los sumos sacerdotes y el sanedrín empezaron a elucubrar: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación» (Jn 11, 47-48). Por lo que poco tiempo después, «decidieron darle muerte» (Jn 11, 53). «Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo» (Jn 11,57). Sin duda, este era el principio del final de nuestra amistad en la tierra.
Llegaba la «hora» de Jesús, su «hora», de la que nos había hablado tantas veces por estos campos y aldeas, pero que no entendíamos muy bien a qué se refería ni cuando llegaría, y que Juan anotaba en su memoria, para dejarlo reflejarlo después por escrito, según nos decía: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12, 23).
Estos días en Jerusalén han sido de ajetreo y desconcierto, de seguirle a escondidas y de estar pendientes de que los de nuestro grupo estuviésemos cercanos y unidos, pero fue imposible; tras el arresto de Jesús muchos huyeron y se separaron, en aquel mismo momento que presentíamos iba a ser trágico, de consumación final. Era difícil conocer dónde estaban o a dónde se habían ido. Solo a Pedro le vimos entrar de noche en el Pretorio a ver si podía hacer algo por el Maestro… pero el resultado fue bien distinto, según contaba la portera en la entrada del palacio.
De los demás hombres aquellos, seguidores y discípulos de Jesús, poco o nada sabíamos.., solo que en el frío y la soledad de la noche me encontré con María, su madre, descompuesta por su inmenso dolor, que, al menos, iba acompañada por el joven Juan.
No había palabras, solo gritos y lágrimas cuando, al amanecer del viernes, nos enteramos por algunos de que ya, a toda prisa, lo habían condenado, azotado y coronado de espinas… Y nos dijeron que en la mañana saldría cargado con la cruz de su condena hasta el sitio del ajusticiamiento, un monte de roca en las afueras de Jerusalén llamado Gólgota.
Qué fría mañana aquella, qué silencio de lágrimas contenidas en la calle de la Amargura por miedo a los romanos, a que nos insultaran, nos pegaran o nos apartaran de seguirle hasta el final… Pero el valor de la amistad brilla en estos momentos, y yo tenía que seguirLE, hay que seguir hasta el final, aunque sea a media distancia, para estar cerca de Jesús, mi amigo, y de su madre, María, que ya no tenía llanto humano que arrojar de su cuerpo prematuramente envejecido.
Desde el mediodía al atardecer de aquel día, víspera de la Pascua judía, el grano de trigo cayó, en verdad, en la tierra, y murió, y, desde entonces, dio mucho fruto (cf. Jn 12, 24).
Aquellos, no fueron momentos precisamente para recordar, pero no me los puedo quitar de la cabeza: el miedo que sentimos, la dureza del castigo…, el desaire de los judíos, más que de los romanos, le dieron el peor final que podíamos esperar al Mesías. Él, siempre nos había hablado con mansedumbre y serenidad, nos había hablado como enviado del Padre, para traernos la salvación y la paz para todos los hombres. Y este era su triste final, recuerdo como entre sangre y lágrimas dijo a gritos en la cruz: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19, 30). Expiró, y entonces entendí bien que había culminado su “hora”.
Y le vimos bajar de la cruz, -yo misma recogí sus clavos de hierro ensangrentados-, y le seguimos cuando lo llevaban hasta el sepulcro, y vimos cerrar la piedra; y nos abrazamos a su Madre para que no se ahogara allí sola por aquel inmenso dolor, así que la acompañamos a algún lugar donde quedarse aquella noche con Juan, porque ya atardecía, refrescaba allí en el huerto cerca de la Calavera, y comenzaba el gran día de la Pascua. Nosotros volvimos a casa en Betania, para qué seguir en Jerusalén…
Como mujer, como amiga de Jesús, no tengo ahora fácil hablar de Él, que tantas veces vino a nuestra casa, y comió con nosotros y bromeamos y cantamos…. Cuántas sobremesas nos habló de cosas que no alcanzábamos a entender, pero que nos transmitían un halo de paz y de confianza sobrenatural.
Mi hermano Lázaro, el que había vuelto a la vida, había quedado desde entonces un tanto desconcertado; y mi hermana María, contemplativa a su forma, se gastó «una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera» (Jn 12,3). Era su forma de agradecimiento final por estar tanto tiempo con nosotros.
Yo, sin embargo, he vivido estas últimas jornadas “sin vivir en mí”, porque a pesar de los sufrimientos y soledades que hemos sentido sus pocos amigos, he notado el estar cada vez más cerca del Maestro en mi corazón, e ir entendiendo cada día más profundamente cuántas cosas nos decía y nos contaba, cómo nos hablaba de “su hora”, de su Padre, del valor de la entrega, del servicio, de dar hasta la vida por los amigos…
Sé que el testimonio de una mujer judía como yo no tiene mucho valor, que mi papel de amiga se irá desvaneciendo en estos días inciertos, que quizás sus discípulos estén reunidos a buen recaudo en algún lugar y no me han dicho nada…
Pero también sé, que ahora se hacen cada vez más ciertas aquello que le dije, de manera un tanto atrevida, cuando salí a su encuentro en las afueras de Betania. Ahora resuenan en mi corazón aquellas palabras: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. (Jn 11,21). Y recuerdo su respuesta interrogatoria, fuerte como un vendaval: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto Marta?» (Jn 11,25-26).
Cómo resuenan también en esta Pascua aquellas otras palabras ¿enigmáticas? del tercer día, que tanto nos gustaban oír, aún sin comprenderlas. ¿Habrán sido verdad ya, se habrán cumplido a estas horas de la noche?
Estoy aquí sola, abrazada a estos clavos retorcidos como recuerdo del martirio del Maestro, tan poco como hace que lo hemos enterrado, en una incertidumbre y desasosiego de amiga que me inquieta y me impide dormir, de cercanía que me desconcierta… Pero lo que no se me va de la cabeza, y lo repito una y otra vez, es aquello otro que también le contesté…, no sé cómo me salió desde dentro esta respuesta que creo que marcó mi vida desde entonces: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27).
Por eso en esta noche oscura, cuando todo esto que cuento me aprisiona muy fuerte en el corazón, en este miedo y tristeza más absoluta, únicamente me surge el decirle a mi amigo Jesús: «Sólo sé que moriría por ti».
Isidro González