Sé que estás aquí, Señor.
Lo sé. Noto Tu presencia. Caminas junto a mí.
Hace unas semanas que lacé mi Palma de Domingos de Ramos en la reja de mi balcón. Viví la Semana Santa con unción y sencillez, tratando de paladear cada momento en los que la fiesta y el rito se acercan y se desanudan. Velé la Madrugada del Jueves Santo y medité, profundamente conmovido, el misterio que Tu Pasión y Tu Muerte. Y, alborozado, amaneció el Domingo de Resurrección con la sorpresa anual de la piedra rodada y el sepulcro vacío.
Sé que estás aquí. No es que mi naturaleza humana se deje llevar por las primicias del cambio de estación o porque haga caso de santorales o leccionarios. Al contrario, tengo la certeza de que no he de esperar a morir para, en vida, resucitar contigo. Desde mi propia historia oscura, desde mis limitaciones y renuncias adivino, como una mano que refresca la frente ardiente de un enfermo, como calmas mis tempestades de cada día y como me fortaleces.
Sé que estás aquí
La vida ha dejado de ser fácil, los años comienzan a pesar, y ya se adelantan, a codazos, quienes se apoyan en su juventud para recoger aquellos frutos que no me atreví o no supe cosechar. En lugar de dejarme anegar por la tristeza o la impotencia, Tú haces crecer en mí la alegría por reconocer que todo lo que tengo es fruto de Tu generosidad y de la de los temas, de mi familia y mis amigos, y de gentes a quienes no conozco. Mi trabajo, el del día a día, consiste en asumir plenamente la responsabilidad y la satisfacción de compartir lo que tengo con los demás.
Siempre he sentido una mezcla de enfado y, a su vez, compasión por aquellos que aparentan conocer todas las satisfacciones humanas deseables y a quienes, aparentemente, nada carcome o atormenta. Relatan que viven sin haber conocido a Dios, y que no conciben albergar en sí un alma de Hermano entre los Hermanos. Quizás no aprecian que vivir en medio de una sociedad acomodada como la nuestra no es mérito propio sin un Don Gratuito y, por eso, no entienden que nuestro mundo próspero debe pedir perdón activamente al universo hambriento.
Por eso, te sentí infinitamente próximo cuando, hablando con una compañera sobre los gozos y los estremecimientos que la Semana Santa había dejado sentir en nosotros, escuché la voz de alguien que manifestaba, con cierta suficiencia, que era bien sabido que Tu nacimiento no había sido fruto de una intervención divina. Recogí la desamparada mirada de mi amiga, aún casi niña. Y te recordé, Señor, manifestando Tu disgusto si alguien escandalizaba gratuitamente a jóvenes y niños.
Porque sé que estás aquí he aprendido que sólo existe un mal desesperante: el dudar del perdón. Intervine, y en dos frases educadamente enérgicas, finalizó el episodio. Unos momentos después mi compañera se me acercó y nos premiamos mutuamente dándonos las gracias. Una extraña alegría se apoderó de mí porque, entre los dos, disculpamos el momento de desasosiego y perdonamos de corazón a quien ni siquiera cayó en la cuenta de sabernos ofendidos.
Sé que Tú estás. Creo firmemente en Ti, Cristo Jesús Resucitado. Sé que, aunque quedan días para celebrar la fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo está siempre entre nosotros. Para acompañarnos en los momentos graves y, sobre todo, en la mirada de pequeñas incomodidades y desavenencias que jalonan nuestras vidas.
Y, junto a Ti, María. Unida, como una más en el grupo de los apóstoles –hombres y mujeres- en la casa de Jerusalén. María, Madre del Señor y María, hermana de quienes Te siguen. María que, tomando partido por los humildes y los pobres en lugar de los crecidos y los poderosos, sigue inspirando el valor de mujeres y hombres valientes comprometidos en la consecución de un mundo más justo y más igualitario. María, a Quien rezo que no me olvide con las oraciones sencillas que mi madre me enseñó.
Sé, Señor, que estás aquí. Caminas junto a mí. Gracias infinitas por ello. Amén.